Andrés García Suárez
Poco antes de fallecer, en 1980, el poeta portugués Vinicius de Moraes, publicó un poema que tituló Receta de Mujer, y en 1985 lo tradujo al español el periodista y literato Jorge Timossi. Quise reinterpretar la obra de Moraes, trayéndola a nuestra cienfuegueridad, pero eran otros los valores, la idiosincrasia, la espiritualidad y aunque asumí la estructura y ritmo de Moraes, el contenido es totalmente diferente. Y al título le adicioné nuestro "apellido". Así resultó:
ESPERO QUE todas me comprendan: la belleza es fundamental. Claro, que no es preciso que siempre se manifieste exteriormente. Es necesario que haya algo de flor en esta receta, ¿por qué no una mariposa?. Y algo de danza. Es decir: de perfume y movimiento. Pero no hay términos medios posibles: es preciso que todo sea bello: lo corpóreo y lo espiritual.
Es necesario que "la ternura infatigable sea la dote de la esencia", para que sea reciprocada "en delicadeza, esperanza fina, merecimiento y respeto", como sugiere Martí.
Es necesario que de pronto se tenga la impresión de ver una gaviota apenas posada en un muelle, o en el mástil de un barco al pairo en la bahía. Y que su rostro adquiera de vez en cuando, ese color sólo aprehendible en el tercer minuto de la aurora, reflejado en las crestas de las olas tranquilas.
Es necesario en esta receta que todo sea, sin ser, pero que se refleje y germine en la mirada de los hombres. Es necesario, absolutamente necesario, que todo sea bello e inesperado. Que unos párpados cerrados recuerden un poema (preferiblemente un poema de Ian Rodríguez, grabado en las estatuas de la ciudad, o una obra teatral de Atilio Caballero en el contexto locura-encanto de un átomo de la CEN; o en el relativo escándalo de Afuera acechan los demonios, de Luis Ramírez Cabrera; o en un viaje-asombro a nuestros aborígenes, del arqueólogo y pintor Marcos Rodríguez Matamoros, que sin estar sigue estando...)
Sería bueno que anidaran, al acariciar unas piernas, sensaciones más allá de la carne, como en el azabache-ámbar de aquella noche en el Muelle de Hierro donde José Ramón Muñiz colocó en el pecho de los sureños, La Luna como medalla.
¡Ahh!, debo decir que es necesario que la mujer que se siente en el muro del Malecón, como la corola ante el pájaro, tenga el hechizo que recuerde a una ninfa, a Friné, a la leyenda de Marilope. Tiene que ser ligera, como un resto de nube, pero que sea nube que recuerde, de ser posible, a la Venus Negra de Cayo Loco, que no se entregue a los colonos codiciosos de su hermosura, pero que rescate desnuda a los náufragos, en la versión que me he conformado de tal leyenda.
Los ojos deben ser preferiblemente grandes y retadores, no importa el color, pero que miren con cierta maldad-inocente, siempre prestos a detener en seco miradas solo de deseo.
Como principio, que sea alta, pero si no lo es, que tenga la altitud mental de los altos pináculos. Que opine, tenga ideas propias sobre la moda, pero también, ahora, por ejemplo, sobre las relaciones Cuba-Estados Unidos, que la acompañen optimismos y suspicacias, sobre cambios económicos y sobre asuntos de la esfera de la ideología.
¡Ahh!, esto es importante: que su triángulo estrellado (ya sea como la noche, como la caoba florecida, una llamarada, o como el oro, cumpla estrictamente las reglas de la geometría para esa figura y jamás yazga mutilado por las exigencias modernas de las bikinis o el hilo dental.
Que los senos sean como los ha modelado Juanito García en sus musas del Arte en la pared del patio de la UNEAC sureña, aunque pueden ser más discretos, menos voluminosos, pero siempre agresivos. Lo importante, lo más importante es que tengan dentro del pecho el amor a la familia, a la estirpe patriótica que defiende la Patria, y a las virtudes para engrandecerla.
Sería muy grato que surja, no que venga; que parta, no que vaya; que posea cierta capacidad de enmudecer súbitamente, aunque nos haga beber el acíbar de una duda. Pero que no desaparezca nunca, no importa en qué mundo o en qué circunstancia, su volubilidad de pájaro, que nunca pierda la gracia de ave, ni de sembradora de flores y poemas.
Que sea siempre fiel a sus ancestros, temperamentalmente, claro; que reafirme constantemente esa alquimia poderosa de la vital, pertinaz y milenaria sangre indígena, la aborigen, que se unió a la vieja pasión de la europea de gallegos, asturianos, catalanes, valencianos, canarios, vascos y tantos más, y en transfusión vivificadora de la primigenia africana, fue simbiosis racial de culturas diversas, ese barroco de substancias ígneas que la hace "entrar como una canción" y "regalar sus ropas al viento" cuando surge. Miscegenación de la cubanidad. Esencia.
Es necesario, también, que no renuncie a sentir esa tibia sensación de otras manos entre las suyas. Que no resigne nunca a los errores y los olvidos. Que entienda que la vida es mucho más que un cofre bien surtido, que el amor puede sobrevivir todas las tormentas, borrascas y desastres. Que no espere por los milagros, ¡que los realice!
Que lleve los recuerdos como lazarillos para cuando la luz se apague. Que no derrita, como helado en su corazón, la Historia de Cuba y de América, sino que sea espesa, indeleble y quemante, como la lava, y así la cuente. Que sepa llevar las penas en el morral atado a la espalda y las desaloje cada vez que las convierta en obras para otros.
Debe lograr que las muñecas de las niñas, hablen, que no caduquen las canciones de amor. Que encienda el sol cuando la ciudad quede a oscuras. Que nada se lleve los olores de la cocina ni las risas del hogar. Que llore sobre la cripta de los héroes del 5 de septiembre y ría con los triunfos y cosas buenas que logramos, en los que ella sin dudas tiene participación callada. Que siempre pueda permanecer viva aunque hayan pasado mil días o mil años de su muerte.
Se mezclan todos los atributos, como ingredientes, se revuelven bien con la cuchara grande de la unidad familiar, se cocina a fuego lento en el horno de la convivencia social y el resultado es nuestra mujer cubana de Cienfuegos, ¡la más bella y perfecta obra de nuestra cienfuegueridad!
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