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viernes, 5 de octubre de 2018

La última trepada del CU-455, la del salto al infinito

Héctor R. Castillo Toledo

El 5 de octubre de 1976 un DC-8 de la aerolínea Cubana de Aviación taxea sobre la losa del aeropuerto de Timehri, en Guyana. Es un avión; para el argot cotidiano de la aeronáutica se trata del CU-455, dos letras y tres números apenas, un vuelo que pronto entrará en la historia, una trágica historia…

Son las 10:57 de la mañana del día siguiente cuando la aeronave enfila su nariz al aeródromo de Piarco, en Puerto España. Según la hoja de vuelo llevan 27 minutos de retraso, demora provocada por la espera a integrantes de una delegación oficial de la República Popular Democrática de Corea.


La escala técnica en Trinidad y Tobago es breve. Allí suben al avión, organizados pero con inusitado y contagioso bullicio, los 24 muchachos de nuestro equipo juvenil de esgrima. Vienen de regreso desde Caracas, de donde llegaron en un vuelo de la Pan American con los pechos henchidos por la gloria de todas las medallas áureas puestas en disputa durante el Campeonato Centroamericano y del Caribe de ese deporte.

Se me antoja que entre los chistes cruzados de un asiento a otro, hace las delicias de la muchachada aquel que iguala al vetusto DC-8 con el tren lechero por la cantidad de paradas que realiza la aeronave en su trayecto hacia La Habana. Puede que alguno empleara la broma mientras el pájaro de metal sale rumbo a Barbados, su próximo destino... el último, pero eso sólo lo sabe el Diablo encarnado por cuatro forajidos.

Hay tanto futuro, tantas ansias de vivir y deseos de reencontrarse con los suyos, que permanecen ajenos al meticuloso examen de las autoridades aduaneras, práctica que aplican desde un reciente y frustrado atentado a un avión de Cubana en Kingston, Jamaica. Entre las normativas figura no aceptar carga, correo, ni bultos sin acompañante; chequear el equipaje de mano y revisar si algún pasajero porta armas. La revisión no va más allá, el equipamiento utilizado por los custodios no está preparado para la detección de sustancias explosivas.

Media hora más tarde el bromista arremete de nuevo con que si un pitirre les hace señas paran a recogerlo, tal como hace el expreso entre Cienfuegos y la capital cuando las vacas le mueven la cola. Apenas han transcurrido 32 minutos desde el despegue en Puerto España y ya toman pista en el aeropuerto de Seawell, Barbados, y alguien recuerda que aún deben hacer escala en Kingston.

Varios pasajeros abandonan el vuelo; entre quienes dan por concluido su viaje se hallan Freddy Lugo y José Vázquez García (nombre falso con el que Hernán Ricardo Lozano adquirió su boleto), los sicarios empleados por los autores intelectuales del salvaje acto. Detrás de su estela con olor a azufre y odio ha quedado la carga mortífera, bien disimulada…, pero ya en conteo regresivo.

No ha transcurrido siquiera una hora cuando los motores ensordecen de nuevo con su rugido y el tubo metálico con alas devora metro a metro la pista que parece una cinta sinfín en alocada carrera. Alerones arriba. La rueda delantera se despega del hormigón y comienza la trepada, la última, la del salto al infinito…
Desde la torre los controladores de vuelo ven el punto alado alejarse en la distancia. Apenas se distingue. Prosigue el habitual ajetreo en la sala de control de tráfico aéreo cuando la rutina es rota por un clamor en los audífonos…

    - ¡Seawell! ¡Seawell!... ¡CU-455!
    - CU-455… Seawell
    - ¡Tenemos una explosión y estamos descendiendo inmediatamente!
    - ¡Tenemos fuego a bordo!
    - ¡Cierren la puerta! ¡Cierren la puerta!
    - ¡Nos estamos quemando intensamente!
    - ¡Eso es peor! ¡Pégate al agua Felo, pégate al agua!
    - Cubana, este es Criwest 650. ¿Les podemos ayudar en algo?
    - Cubana, este es Criwest 650. ¿Les podemos ayudar en algo?
    - Cubana, este es Criwest 650. ¿Les podemos ayudar en algo?

Por respuesta sólo se escucha la estática en el éter. Silencio, nada más. Sabrá Dios adonde habrá volado el último pensamiento de aquellos 73 inocentes a quienes sentenció el odio irracional.


Pronto corrió la noticia, trasladada de persona a persona con urgencia, pesar y rabia, era concisa y devastadora: "Se cayó un avión cubano en el mar por un sabotaje. No hay sobrevivientes...".
La evidencia posterior implicó a los ejecutores: Lugo y Ricardo fueron detenidos. Días después eran puestos presos los autores intelectuales del atentado en pleno vuelo: Luis Posada Carriles y Orlando Bosch, quienes tiempo más tarde (18 de agosto de 1985), y luego de dos intentos fallidos, consiguieron "escapar" del penal de San Juan de los Morros con el contubernio de las autoridades venezolanas de entonces.

Como es usual en estos casos, ambos buscaron la protección del amo yanqui. A Bosch le extendió un indulto el presidente George Bush padre y murió sin remordimientos de conciencia viviendo en Miami, asiento de la mafia anticubana. El otro tuvo tiempo aún para nuevos servicios a la CIA y prestarse a sucias componendas en Centroamérica contra los movimientos de izquierda y en particular contra la Revolución Sandinista.

Luego pareció esfumarse, pero seguía latente su empecinamiento por hacer daño a Cuba. Y volvió a pagar de trasmano con dinero yanqui a nuevos mercenarios para poner bombas en instalaciones turísticas en La Habana, una de las cuales le cortó la vida al joven italiano Fabio Di Celmo.

Años después, en 2000, un operativo conjunto entre la inteligencia cubana y autoridades panameñas permitió abortar un nuevo acto brutal de Posada Carriles, quien con el concurso de otros connotados terroristas de origen cubano fraguaba un atentado con explosivos al líder de la Revolución, presente en la nación istmeña para la Cumbre Iberoamericana.

El objetivo, tal como lo describieron, era volar el Paraninfo de la Universidad de Panamá durante un acto de Solidaridad con Cuba al que asistiría Fidel, organizado por los estudiantes. Macabro plan en la nación que se aprestaba a ser sede de una cumbre que justamente enfilaría sus debates bajo el siguiente orden: Infancia y adolescencia, un nuevo proyecto para un nuevo siglo.

Poco antes de culminar su mandato, la presidenta Mireya Moscoso, "generosamente" retribuida por la mafia cubanoamericana asentada en Florida, concedió el indulto al terrorista y sus compinches de idéntica laya.


Transcurrieron 42 años desde el abominable crimen y las autoridades de los Estados Unidos nunca atendieron el negro historial criminal de Luis Posada Carriles, autor intelectual confeso del atentado junto a Orlando Bosch Ávila, indultado a finales de los ’80 por el entonces presidente George H. W. Bush, el hombre que estaba al frente de la CIA en el momento del sabotaje al vuelo CU-455, la agencia que apenas un día después de la voladura, al igual que el FBI, dijo tener desde antes conocimiento pleno del plan de atentado y los autores materiales e intelectuales del criminal suceso.

A pesar de ello, ambos crápulas se radicaron en Miami, la sentina de la contrarrevolución, donde morirían apacibles y sin remordimientos de conciencia, pero peor aun, sin purgar ante la justicia por sus probados crímenes. Bosch falleció el 27 de abril de 2011. Siete años más tarde, el 23 de mayo de este 2018 lo haría también aquel que nunca se escondió para proclamar su inconclusa cruzada contra el proyecto socialista cubano. Como escribió una amiga en Twitter desde España, ambos deben estarse "quemando lentito en las brasas del Infierno".

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