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miércoles, 28 de diciembre de 2011

La biblioteca fantástica

Julio Martínez Molina

Adviene 2012; consigo una retahíla de imbecilidades en Internet sobre el supuesto fin del mundo, asociadas al próximo 21 de diciembre, cuando se registrará el solsticio anual de invierno y tendrá lugar la alineación del Sol con la Tierra para concluir un ciclo de más de cinco mil años del antiguo calendario maya. Solo eso. Empero, los apocalípticos repiten su cantinela, tras arreciar durante el cierre del milenio, o en 2003, cuando esperaban el choque de un planeta descubierto por los sumerios. No hablan sin embargo de 2036 y la posibilidad real de que nos pase cerca el asteroide Apophis. Quizá ni lo sepan.
Resulta tan copioso el volumen de sitios web poblados de vaticinios agoreros e incluso tan significativo el nivel de incertidumbre entre millones de lectores quienes creen la debacle a pie juntillas -como si se repitiese el guión del filme catastrofista de Roland Emmerich-, que hasta la NASA ha debido esclarecerlo: “Nuestro planeta se las ha apañado bien durante millones de años. Científicos fiables de todo el mundo no conocen amenaza alguna asociada con 2012”.
La inteligencia es la capacidad de asociación, decía nuestro Alejo Carpentier. La interconexión de elementos, la capacidad analítica y el poder de reflexión son otorgados por un nivel cultural que se encuentra y fundamenta tras años de insoslayable lectura. Ninguna tecnología, invento o recurso empleados en la actualidad por el hombre puede sustituir tal condicionante del saber.
Saber conlleva a pensar. A pensar fue a lo que la Revolución de 1959 nos instó a partir de su misma alborada; desde los días fundacionales de la impresión del Quijote y la exhortación de Fidel a no creer, sino leer. Disímiles circunstancias de peso acaecidas en el arco histórico reciente corroboran la necesidad de hacerlo existente en el universo, en aras de descifrar los fenómenos. Anda ello por fomentar ese noble e inigualable placer de Leer. Tan magno que, además de producir gozo instantáneo, genera cultura perdurable, conocimiento, al enseñar a comprender las razones y consecuencias de los acontecimientos históricos, culturales…, del signo que fuere.
Cultura es libertad, nos advirtió Martí. Pero además, impulso del espíritu, bocanada de aliento contra el descreer. Posibilidad de soñar. La especie, en cualquier época, no pudo prescindir de la fantasía -y la belleza que genera- para su supervivencia. La ensoñación, la sugerencia, la fe confieren poder de obrar a lo mecanismos de la fantasía: llegar a ella entraña abrazarlas, e incluso sucumbir a ese convenio tácito de creerla posible aun sin pensarlo.
Necesitamos la fantasía, hasta a costa de fabular en su búsqueda; y sin embargo acaso no estamos del todo preparados para aceptarla. El costado racional del hombre suele hacer las de dique que lucha contra sus aguas milagrosas.  Pero si mandamos a Salgari de vuelta eterna a Mompracen o a Verne a hundirse para siempre con Nemo en el submarino, estaremos ahogando por expreso deseo la ilusión de quienes nos sucedan.
En La bibliothèque fantastique, Michel Foucault escribe algo esencial alrededor del tema abordado hoy en la columna: “Lo quimérico nace (…) de la superficie negra y blanca de los signos impresos, del volumen cerrado y polvoriento que se abre para encontrar un revoloteo de palabras olvidadas, se despliega cuidadosamente en la biblioteca apagada, con sus columnas de libros, sus títulos alineados y sus anaqueles que la cierran por todas partes, pero que por otro lado se entreabren a mundos imposibles.
“Lo imaginario se aloja entre el libro y la lámpara. Lo fantástico ya no se lleva en el corazón, ni se espera que surja de las incongruencias de la naturaleza, se le recoge en la exactitud del saber, su riqueza espera en el documento. Para soñar, no hay que cerrar los ojos, hay que leer. (…) Lo imaginario no se construye contra lo real para negarlo o compensarlo, se extiende entre los signos, de libro a libro, en el intersticio de las repeticiones y los comentarios, nace y se forma en el entredós de los textos. Es un fenómeno de biblioteca”.
Los libros remiten e inducen a otros nuevos, no importa el molde genérico (ficción, ensayo, poesía…), permiten construir imaginarios, órdenes de interpretación. Posibilitan desligar el grano de la paja. Hallar ese receptor crítico por el cual, semanas atrás, abogaba nuestro escritor y ministro de Cultura, Abel Prieto. Ente que, sin cultura, no será posible gestionar jamás a gran escala.
El mismísimo Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura, grande en su arte no obstante su cuestionable credo político, ha confesado en el libro La civilización del espectáculo, de 2010: “Muy consciente de las deficiencias de mi formación escolar y universitaria, durante toda mi vida he procurado suplir esos vacíos, estudiando, leyendo, visitando museos y galerías, yendo a bibliotecas, conferencias y conciertos. No había en ello sacrificio alguno. Más bien, el inmenso placer de ir, poco a poco, descubriendo que se ensanchaba mi horizonte intelectual, que entender a Nietzsche o a Popper, leer a Homero, descifrar el Ulises de Joyce, gustar la poesía de Góngora, de Baudelaire, de T. S. Eliot, explorar el universo de Goya, de Rembrandt, de Picasso, de Mozart, de Mahler, de Bartók, de Chéjov, de O'Neil, de Ibsen, de Brecht, enriquecía extraordinariamente mi fantasía, mis apetitos y mi sensibilidad”.
Quizá sí leyesen un tilín más, esas sectas de fanáticos que aterran la telaraña mundial hoy día con sus predicciones macabras, serían algo menos infelices.

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