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lunes, 15 de agosto de 2011

EEUU: un insoslayable escenario futuro de rebelión popular

Julio Martínez Molina

Si alguien, alguna vez, creyó que, por decisión propia, las administraciones norteamericanas transformarían su posición autoimpuesta de entes de dominación mundial o torcerían el giro de su política interna para respaldar a los menos favorecidos, estaba durmiendo el shakesperiano sueño de una noche de verano. Pensadores, periodistas, políticos…, entonaron canciones de gesta, embelesados con los presuntos cambios a imponer por el Mio Cid San Obama. Realista por naturaleza, incluso en aquel momento de vítores, lloros populares de alegría en Chicago tras la noticia del ganador demócrata en las elecciones y centenares de encomios en la prensa mundial (incluida parte de la izquierdista), nunca me hice esperanzas con el señor. Como con ninguno de sus homólogos.
EUA es un imperio, un sistema sujeto a códigos férreos e intereses preestablecidos e intocables, contra los cuales ninguna individualidad puede hacer mucho a grado general -si exceptuamos a Roosevelt, en otra era.
La nación de George Washington surca uno de los momentos históricos de más complicación y estancamiento desde su fundación en 1786. Nunca antes la desigualdad  social tocó cimas tan altas: “Los estadounidenses blancos tienen, en promedio, un poder adquisitivo veinte veces mayor que los afroestadounidenses y dieciocho veces mayor que los latinos. (…) el patrimonio medio de los hogares blancos en 2009 fue de 113 mil dólares en comparación con tan sólo un poco más de 6 mil 300 dólares para los hispanos y un poco menos de 5 mil 700 dólares para los negros. La brecha patrimonial racial es la más amplia desde (…) 1984”. (Democracy Now, julio de 2011).
No hay nada que pueda revertir la situación allí, en todos los órdenes, salvo la progresiva rebelión de las masas. Solo el propio pueblo norteamericano será capaz, cuando se lo proponga y los resortes previos sean activados, para sacar al país del período de decadencia en que viene sumiéndose hace tres décadas, con su crucial expresión de desplome a partir de 2008, tras la conocida “crisis financiera” con sus diversas implicaciones a cada uno de los niveles.
Una posible solución “pacífica” y erigida en fundamentos sólidos, pero de concreción quimérica, la brinda el Premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, en el ensayo La crisis ideológica del capitalismo occidental (Project Syndicate, julio de 2011): “Los remedios (…) surgen de este diagnóstico: se debe poner a los Estados Unidos a trabajar mediante el estímulo de la economía; se debe poner fin a las guerras sin sentido; controlar los costos militares y de drogas; y aumentar impuestos, al menos a los más ricos (…)".
Es cierto que hablar de “rebelión” resulta no escenario del todo improbable, sino episodio difícil de concretar, dadas las características de supraestructura, la posición desleal con el pueblo de los medios y parte del pensamiento, e incluso la idiosincrasia del norteamericano medio, configurada en buena medida a partir del condicionamiento de imágenes psicológicas que estigmatizan al “perdedor”. O sea, en este contexto, la persona dispuesta a admitir que tiene la soga sobre el cuello. Además, existe el caso reciente de la derrota popular en Wisconsin, elemento desestimulador en tal sentido.
No obstante, de forma irremisible, algo habrán de hacer, por ellos y por el resto del mundo. En su artículo El día que murió la clase media (La Jornada, agosto de 2011), referido a la despedida por el gobierno de Reagan, en 1981, de todos los miembros del sindicato de controladores aéreos (PATCO), quienes desafiaron su orden de regresar al trabajo, y la declaración de ilegal al sindicato, el cineasta y comunicador Michael Moore sustenta lúcida reflexión: “(…) la mayoría lo aceptó. Hubo muy poca oposición o resistencia. Las ´masas´ no se levantaron a proteger sus empleos, sus hogares, sus escuelas (que alguna vez fueron las mejores del mundo). Aceptaron su destino y recibieron la golpiza. A menudo me he preguntado qué habría ocurrido si todos hubiéramos dejado de volar en 1981. Si los sindicatos le hubieran dicho a Reagan: Devuélveles su empleo a los controladores o paralizaremos la nación: la élite empresarial y su muchacho Reagan se habrían doblegado. Pero no lo hicimos. Y así, poco a poco, en los 30 años siguientes, (…) el poder ha destruido a la clase media y, a su vez, ha arruinado el futuro de nuestros jóvenes (…)".
Otro sagaz examinador del panorama socio-político estadounidense, el periodista David Brooks, escribió lo siguiente en su comentario Lujo, hambre y furia (La Jornada, agosto de 2011): “Necesitamos una plaza Tahrir no violenta, opina el ex vicepresidente Al Gore. (…) se requiere una primavera estadounidense (en referencia a la primavera árabe) para rescatar al país de los derechistas, dijo en su televisora Current TV. Pero para ello (…), primero tiene que haber furia. ´Yo creo que el público sí está furioso, pero también deprimido por la falta de liderazgo y la ausencia de un sentir de que puede ganar. Los llamados populares a que Wall Street rinda cuentas no han llevado a ningún lugar, mientras su dinero mantiene disciplinados a los políticos y los activistas se tuitean entre sí hasta la distracción. Los activistas condenan on line al presidente, pero hacen poco para enfrentarlo´", consideró el periodista Danny Schechter en su columna en Reader Supported News. Así de claro.

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