Julio Martínez Molina
Cual bien sostuviera el moralista y ensayista francés Joseph Joubert, “es mejor debatir una cuestión sin resolverla, que resolver una cuestión sin debatirla”. El diálogo, la propalación del pensamiento, la confrontación de ideas, la palabra a tiempo resultan basamentos esenciales del desarrollo en cualquier ámbito.
Emitir juicios, valorar, justipreciar, constituyen mecanismos dialécticos de superación. Hacerlo cobra aun mucha mayor fuerza en los tiempos cuando el discurso hegemónico está encostrado entre pautas extremadamente férreas a la hora de imponer las visiones convenientes al poder depredador imperial.
El sujeto anti-opinante, acrítico, desasido -solo en presunción-del mundo real, porque cree que lo único válido es su burbuja y “esa antigualla cargante de ventilar puntos de vista políticos es cosa de algunos pesados” será el primero en ponerse de acuerdo con los “otros” para no dar nunca “la visión de los vencidos”. La historia ha reciclado dicha variante infinidad de ocasiones.
Verbalizar, conceptualizar deviene fundamental e ineludible. En términos políticos; pero además artísticos, estéticos, éticos y sociales. Lo sabemos.
Ahora bien, es mejor no hacerlo cuando el emisor carece de argumentos, repite lugares comunes, se deja llevar por catárticos apasionamientos o envuelve su oratoria en una cantinela verborreica evaporada en su propio humo de indefinición.
En muchas, demasiadas reuniones cubanas (o eventos de todo género) pareciera que existen personas auto-obligadas a hablar, a establecer conclusiones por nadie pedidas, a fijar posiciones en nombre inconsulto de los demás. No me refiero al dirigente encargado de concluir un encuentro. Tal es su función y -por regla- cuanto dirá competerá a la mayoría. Se trata de esa otra persona del colectivo laboral o barrial que o “suelta lo suyo” o desfallece.
No obstante, muchas veces “lo suyo” viene deformado por prismas personales o ángulos de visión empañados, incapaces de apreciar las circunstancias objetivas de una realidad a la cual mitifican o crucifican: sin medias tintas ni matices ni razonamientos justos. Cuando uno escucha a dicha gente, quien suele hablar de todo sin conocer de casi nada, piensa en el finado escritor norteamericano Gore Vidal, a cuyo juicio “opinar constituye la peor cosa del mundo cuando lo hacen hombrecitos de polvo que creen saber todo porque sus madres los alabaron hasta hacerlos unos vanidosos”. Muchos siglos atrás, el pensador chino Confucio resumió el asunto de forma magistral, simple, clarísima: “Es mejor callar si no se tiene algo inteligente que decir”.
Otros, por el contrario, hablan bien, siempre acorde con cuanto quiere escucharse en el guion de un foro determinado. Dan ganas de llorar, erizan sus razonamientos, por lo “lindos”. Sin embargo, acusan tamaña inconsecuencia entre su postura en el congreso, la junta o el pleno y su actitud en la función diaria. Del dicho al hecho sigue yendo gran trecho. A la larga estos últimos (verdaderos reyes del “bla, bla, bla”) son tan inútiles o entorpecedores como los otros. Lo importante no consiste en parlotear más; sino en hacer, llevar a vías de hecho, mostrar con el ejemplo en la labor cotidiana.
Sé de Héroes del Trabajo que nunca han intervenido más de una vez en una reunión, pese a llevar cincuenta o sesenta años de ininterrumpido, valioso y fecundo quehacer. Conocen el valor del silencio y la fuerza de los hechos.
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