William Ospina
Ahora Cuba puede mirar a su alrededor y descubrir las ganancias de cincuenta años de dignidad.
Son el único país del continente que no arrasó su magnífico patrimonio arquitectónico. Lo que en el resto de América Latina demolió una fiebre trivial de modernización, Cuba lo salvó porque materialmente no tenía con qué demolerlo, pero también porque esas mansiones de un solo dueño y cien esclavos se habían convertido en soluciones de vivienda para la gente pobre.
Muchos dirán que no hubo que arrasarlo porque se cayó sólo. Creo que lo que se ha caído lo tumbó el bloqueo, y es verdad que en los últimos tiempos por un lado avanzaba la restauración a paso de tortuga y por el otro avanzaba la ruina a saltos de liebre. Pero aun así Cuba tiene más casas hermosas salvadas que cualquier país del continente.
Siempre he pensado que Cuba es el enclave perfecto para una filial latinoamericana del Museo Guggenheim, que atraería a millones de viajeros sensibles, y si algo tiene La Habana son viejas edificaciones navieras que serían la base ideal para una institución de ese tipo. A lo mejor la cultura puede apresurar el final del bloqueo.
Cuba debería invertir antes que nada en eficientes servicios de transporte público no contaminantes, para salvar lo que se ganó involuntariamente: el aire limpio y la ausencia de nudos de tráfico. Eficientes redes de tranvías, un moderno sistema de trenes, podrán proteger a la isla de la violenta congestión vial que hoy agobia a las ciudades latinoamericanas, y corregir en ese paraíso natural el error consumista de pensar que un automóvil por familia, o más, es una solución a las necesidades del transporte.
Cuba descubrió a comienzos de los 90 que el turismo puede ser una importante fuente de ingresos cuando se tiene un espacio natural e histórico privilegiado. Pero el turismo es depredador de espacios y perturbador de costumbres, y bien nos ha contado Derek Walcott la diferencia que hay entre el turista, que busca lo aparente y lo exótico, y los viajeros verdaderos, que no sólo miran y consumen sino que aman y protegen el mundo. Cuba, como nuestra Amazonia, debería ser un destino más para viajeros que para turistas.
El no haber padecido los tiempos más contaminantes de la industria podría permitirle a Cuba ingresar en un proceso industrial con las cautelas de la modernidad. Podría ser un laboratorio de cómo producir bienes materiales sin degradar el ambiente, sin envilecer las aguas y sin contribuir al cambio climático, del que es víctima principal como paso obligado de los ciclones.
Cuba ha salvado el tesoro de la convivencia entre vecinos, y ya ha dado ejemplo de lo que puede lograr una comunidad de profesionales comprometidos con la humanidad. Sus brigadas alfabetizadoras han ayudado en todas partes, y sus médicos han tenido un papel destacado en el control del ébola.
La decisión solidaria de enviar brigadas médicas al África fue sin duda uno de los factores que movieron a Barack Obama a normalizar las relaciones. Y quizás sólo un descendiente de África podía entender que lo que se jugó en Cuba en estas cinco décadas no era un mero forcejeo de doctrinas sino el derecho de un país a tomar decisiones, la dignidad de una cultura.
Cuando escuché la noticia de que Cuba y Estados Unidos reanudaban relaciones diplomáticas, y que el bloqueo tenía sus días contados, en nadie pensé tanto como en Gabriel García Márquez. Era el mejor amigo de Cuba. Fue capaz de alternar con Carlos Salinas de Gortari y con César Gaviria sólo por salvar a Cuba al borde del abismo. Armó una suerte de club con los gobernantes de México, Colombia, Venezuela, Canadá, España y Francia, para darle oxígeno a su isla adorada.
Las flores que Fidel Castro envió a su funeral no eran un gesto oficial sino la voz de un amigo afligido, porque la de Gabo no fue una mera solidaridad política: en su corazón estaba “una cuestión caribe”.
Hay que repetir que Cuba no sufrió el infierno de criminalidad que a otros países les ahoga el presente y el porvenir. Los derechos a la alimentación, la vivienda, la salud y la educación son tan fundamentales como el derecho a la vida, y asombra que en países que no le garantizan a la gente humilde ninguno de ellos, muchos se rasguen las vestiduras por lo que llaman la situación de los derechos humanos en Cuba, donde esos derechos fundamentales están garantizados.
Hay mucha hipocresía. La hubo en los primeros tiempos, cuando la Revolución contagiaba entusiasmo y generosidad; la hubo cuando Cuba se convirtió en enclave estratégico de la Guerra Fría; y la hubo cuando llegó el cerco del hambre. Pero la Revolución cubana caló hondamente en la conciencia y la gratitud de su pueblo, y eso le permitió sobrevivir donde otras supuestas revoluciones, como las de Europa Oriental, no sobrevivieron.
El régimen era odioso para quienes vivieron siglos espléndidos en una de las perlas de este planeta de agua, pero para incontables cubanos significó por primera vez alimentos básicos, salud ejemplar, educación seria y techo seguro, algo que jamás conocieron los despojados de nuestras barriadas, que nutren hace décadas la criminalidad en las favelas de Río, las colinas de Medellín, las colonias del Distrito Federal o esa tierra de nadie que es la frontera norte de México.
“¿Quién pagará por nuestro modelo de opulencia e injusticia?”, decía cierta revista hace años: “Los niños del maíz, los asesinos natos, la dulce infancia en llamas”. (Tomado de El Espectador)
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