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sábado, 31 de octubre de 2015

El aparatito que transformó la existencia

Julio Martínez Molina

No hará más de un mes que el cantautor español Joan Manuel Seratt interrumpió un concierto, para acercarse a una personaba que lo grababa todo en un celular y preguntarle: “¿Cómo va la grabación? ¿No le gustaría ver el concierto en vivo?”.  Luego, el creador de Penélope u otras joyas de la canción refirió a un periodista: “Me parece triste tener que cantarle a móviles. Es una pérdida de oportunidad. El celular, lamentablemente, se está convirtiendo en una extensión de nuestro brazo”. Fue algo conservador, pues de hecho el aparatito ya es franca extensión del brazo de gran parte de la humanidad.

Como tanto en la existencia, el tema posee anverso y reverso; nada es del todo maravilloso ni del todo negativo. La mayor parte de los asuntos del mundo terrenal tiene su escala de grises, gradalidades, matices. El teléfono de marras cumple una función básica preeminente: a diferencia del fijo, dado su carácter portátil, mantiene comunicados a los seres humanos, de forma permanente, en tiempo real y doquiera que se desplazaren (salvo la intermitencia en lugares fuera de cobertura o a causa de unidades de poca calidad).
Ya solo por lo anterior pasará a la historia y ocupa un lugar de peso en el día a día de cada vez más personas, pues la telefonía móvil se expande de forma exponencial; sobre todo en los países emergentes, donde son observadas, en escala progresiva aberturas de acceso a las distintas expresiones tecnológicas. 
Además del mencionado rol cardinal, el objeto añade diversas funciones que le conceden indudable plus de valor; a saber, fotografiar, grabar, enviar mensajes de texto, entre las más empleadas. Determinadas unidades ya son capaces de tomar imágenes con mejor calidad que parte de las cámaras no profesionales disponibles en el mercado. Objetar lo anterior devendrá siempre intento baldío de intentar miccionar contra el ventilador, de tal que desde mi punto de vista sería retrógrada la impugnación per se, aun cuando el mismo redactor nunca ha usado uno y le produce la misma atracción que encontrarse con una rana en la almohada a las seis de la mañana. Pero el redactor, a lo mejor una rara avis del paisaje urbanita pero periodista al fin, nunca se va a dar el egoísta lujo de hablar por sí, sino por los demás y el móvil, señores, es hace rato el recurso tecnológico más procurado por el 70 por ciento de la humanidad
El asunto no guarda tanta relación con el qué como con el cómo. Durante los años ´60 del pasado siglo, cuando en EUA arrancaba la “edad de la televisión” y dictaban falsos partes de muerte al cine (algo común ante la irrupción de los nuevos avances; igual se dice ahora del libro) un realizador italiano genial y hoy día poco recordado como Michelangelo Antonioni establecía audible voz fílmica en torno a los procesos de incomunicación en las sociedades contemporáneas.
Desde el momento cuando empleaste el móvil desde la sala para enviarle el primer sms a tu esposa en la cocina, algo más (ya antes había mucho hecho esquirlas) se quebró en el equilibrio del diálogo humano. Alrededor del asunto existen innumerables ensayos. Su uso indiscriminado, amén de otras modalidades de la tecnología, contribuye al aislamiento en su concha del sujeto actual. Pero, así suelo apreciar estos fenómenos, no es la culpa del teléfono; sino de la capacidad de contención, mesura, autocontrol, tacto de la persona.
En Cuba, más que de incomunicación, todavía -dado nuestro atraso económico y de cultura tecnológica- a estas santas alturas es pertinente hablar (en ciertas franjas, por supuesto no en todas) de artículo personal identificador de status. En las revistas digitales faranduleras del patio ―no oficiales aunque leídas por miles de jóvenes―, existe una suerte de competencia eterna donde los “famosos” se jactan de su marca de celular. En nuestras escuelas urbanas ―donde en teoría está prohibido llevar el móvil―, los chiquillos se jactan del tipo por ellos empleados y sonsacan con sus aplicaciones a los otros no poseedores, en edades aun muy vulnerables. En nuestros mercados recaudadores de divisa ―donde en teoría está prohibido fotografiar y filmar―, son grabadas escenas tan lamentables como las batallas por el pollo acaecidas domingos atrás. Al margen de la esencia escópica de la posmodernidad o de la ínsita mirada voyeur del homo tecnologicus (a la larga la excusa que se suele tirar para comprender ese afán de capturarlo todo entre píxeles), nada bonito sería ver colgados videos tales en Youtube: algo ya mucho menos complicado para algunos en la era del wi-fi asfáltico a dos dólares la hora.

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