Adria Cruz (Primera Hora)
El otro día tuve un sueño de lo más extraño. Soñé que me había ido de retiro a las montañas utuadeñas, allá donde los indios que todavía se consideran indios celebran ritos en honor a sus ancestros.
Énigüei. Iba río abajo, recogiendo chinos y cerrando morivivís, cuando de los matojos salió un tipo con la cara pintá, una cinta en la cabeza, ropa de fatiga y un aparato gigantesco que parecía una bazuka. “Jalt!”, me gritó, y quedé perpleja.
“¡Anda al cará!”, dije exaltada. “¡Rambo!” Pero de inmediato me di cuenta de que éste no era el Rambo de las películas. Éste era rubio, casi pelicolorao. Era gringo de pe a pe.
“¡Yú, india gordita, salirte de ária dintrinamentou!”, me gritó, apuntándome con la bazuka que por mi madre debía pesar una tonelada, porque los músculos del gringo se veían apretaítos, como que estaban en máximum páuer.
“Tranquilo, Van Damn, bistil, bistil”, le dije, nerviosita, mientras con las manos le gesticulaba para que bajara el tubo de balas.
El tipo miraba insistentemente las piedras en mis manos, así que las tiré, en un gesto de buena fe, y entonces bajó la bazuka.
“En primer lugar, ¿qué es eso de india gordita? Ai can bi indian, bot chóbi yuor móder”, comencé, con lo de bruta arriba, porque lo que logré fue que volviera a amenazarme.
“Rilax, rilax, col mi juat yu guant, yost don chut mi!”, le rogué, vergonzosamente. “Aim onli curius, míster Chock Norris, juat ar yu dúin jíar?”.
“Esta ser misión sicreta. Top sícret. Don ask, guon tel”, me contestó.
“Qué sícret ni qué ocho cuartos. ¿Qué ustedes se creen, que en la colonia no tenemos Féisbuk?”, le riposté.
De inmediato sentí un zarpazo ligero seguido de un lamido árido. Era mi gato Ulises procurando salvarme de la muerte segura en el extraño sueño. Cuando miré el reloj, eran las cuatro de la madrugada, así que saqué al Uli del cuarto y me volví a acomodar bajo el cuilto, no sin antes chequear las últimas noticias en el celular: “Nebuloso campo a lo Rambo”... “Paramilitares perturban la paz del campo”... “El grupo empacó y se fue al ser descubierto”...
A lo lejos se escuchaban ritmos familiares, como de tambores y maracas, y gritos de regocijo. Me acerqué sigilosa hasta llegar a un plano abierto donde había un grupo de hombres y mujeres vestidos con taparrabos de tela de saco, adornados con caracoles, discos y una que otra pluma. Eran en su mayoría morenos, más o menos como yo, con el pelo negro, lacio y bajitos. Entre ellos, sobresalía una figura blanca, casi pelicolorá, que intentaba en vano seguir el ritmo de los demás participantes y que no dejaba de sonreír. Su “tambor” no era un tronco hueco como el de los otros. Era de metal, verde, pesado y enorme. Pero estaba hueco.
“¡Gordita! ¡Yo quedarme, feliz!”, me gritó.
“¡Oh, no, no otra vez!”, exclamé angustiada. “¡Así empezó todo... hace 500 años!”.
Maldita alarma... ¡qué duro suena!
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