Sobre la plancha de este camión los revolucionarios dispararon con una ametralladora calibre 50 a la Estación de Policía / Foto: Archivo |
Los esbirros traían los ojos pintados de furia. Grandes, cuarteados, estupefactos, incrédulos. Ellos convirtieron sus manos en metralla y ya no dejaron de disparar. Se pusieron la capucha, negra e impúdica, y torturaron a hombres como si fuesen animales; los golpearon, los mataron, porque hace mucho les habían enseñado a detener las revoluciones a punta de asesinatos.
Y así lo hicieron los bastardos también el jueves 5 de septiembre de 1957.
Escarmentaron la ciudad con sangre en los portales y golpes que jamás dejaron de doler en la piel, ni de estar. Pero no solo los protagonistas costearon el precio con muertes plagadas de mentiras, también lo hizo el pueblo, y Cienfuegos, quien hubo de llorar a sus víctimas a los pies de la bahía.
A todos los caídos los enterraron en una fosa común, abierta a pico y pala por empleados del cementerio. En la mañana del día 6 se inscribieron las primeras 34 defunciones, pero continuaron apareciendo cadáveres, 21 más, que fueron situados junto a los otros. Los tiraron en tierra sin piedad alguna, quedaron amontonados como si fuesen desperdicio, sin féretros, sin identificaciones, sin respeto. Los cuerpos estaban despedazados, y la tierra les fue sepultando las marcas de los balazos.
Investigaciones posteriores cifran las muertes de la siguiente manera: combatientes militares (marinos y policías marítimos): 27, combatientes del M-26-7: 11, víctimas civiles: 5. José Dionisio San Román Toledo y Alejandro González Brito, asesinados en La Habana por la dictadura. Combatientes del M-26-7 caídos en Santa Clara y La Habana: 9, y soldados de la tiranía (según el Registro Civil de Cienfuegos): 13. Por lo que, sin contar las bajas de los esbirros que fueron enterrados fuera del territorio, el total de muertes confirmadas es aproximadamente de 67 fallecidos.
Entre las víctimas civiles estaba Iluminada Sánchez Terry, quien fue ultimada dentro de la estación de la Policía. Así, sin porqués, ni razones, ni treguas. Porque los esbirros entraron en turba desesperada a recuperar el lugar, y decidieron matar a todos los que allí estuviesen, sin importar si eran civiles, o los motivos particulares por los que, a esa hora, estaban en el lugar equivocado.
A Iluminada Cordero Rivero la sorprendió un parto prematuro al amanecer del 6 de septiembre. Las atenciones hospitalarias estaban interrumpidas porque los esbirros buscaban desesperadamente a los heridos para rematarlos, por eso Iluminada no pudo siquiera intentar salvar, al menos, a su bebé. Murieron ambos por falta de servicios médicos.
CIELO EN RÁFAGAS
Cuando se conoció la noticia del alzamiento en Cienfuegos, decenas de fuerzas de apoyo del tirano se enviaron para frenar la acción. Una de las escenas más crueles fue el ametrallamiento, porque no se limitaron a bombardear Cayo Loco, sino que cayeron sobre la ciudad como hordas de pájaros irritados.
Y así fueron cobrando, con sangre y muertes y heridos y mutilados: fueron cobrando con inocentes. El escarmiento quedó escrito sobre la misma hoja negra de los gobiernos cubanos de turno. Los barrios con mayor número de heridos fueron: Reina, San Lázaro, Pueblo Nuevo, Mercado, La Juanita, Pueblo Griffo, Bonneval y Paradero.
Los aviones volaron a baja altura para así asegurar los blancos. Y lo hicieron. Fueron disímiles los lesionados, las bajas.
Olimpia Medina Arruebarrena tenía apenas 13 años. Los tiros, el aspaviento en la ciudad y los aviones ametrallando cada espacio deben haberla asustado sobremanera, por eso trató de esconderse debajo de su cama. Se tapó los oídos con las manos, para no tener que escuchar, para olvidar el miedo. Pero una bala de avión la privó para siempre de los otros amaneceres. Entró a la casa, sin avisar y con un estruendo enorme. Entró y la sorprendió en silencio, con el pánico abrazándole la piel, y ya nada pudo salvarla: el proyectil le traspasó el dorso de su mano hasta llegar al cráneo. A su hermana Dalia, de 8 años, otra bala le hizo perder un pie.
Similar le ocurrió a René Iglesias Vigil (farmacéutico) y a Secundino Lacomba Espinosa (relojero), ambos alcanzados también por balas calibre 50. A Liduvina Méndez le escindieron la pierna izquierda desde la altura de la rodilla. Enrique Castro recibió en un brazo heridas de fragmentos de un proyectil y hubo que amputárselo. Y Amparo Acosta Águila, de 12 años, fue herida gravemente, cuando a esa edad aún no podía siquiera comprender lo que pasaba.
Ellos traían los ojos pintados de furia y de muerte. Vinieron a cobrar las vidas que pensaron frenarían la insurrección. Vinieron como locos, sin percatarse de que por encima del después y las palabras, se levantarán siempre los héroes de esta tierra.
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