
Dicen los cronistas más viejos de la ciudad que primero se llamó Paradero. Sitio de pescadores y braceros, asiento de gente humilde en un caos de casitas colindantes con almacenes, muelles y aserríos. Se llegaba hasta allí por la que fuera la perpendicular más larga de Cienfuegos. La calle Dorticós nacía en 75 y discurría recta de este a oeste hasta morir en el mar sobre un vetusto muelle de hierro, pero en 1841 concluyeron el Paseo bautizado como de la Reina, en honor a la soberana española Isabel II, y por asociación las personas comenzaron a llamarle de igual modo al barrio en contrastante y triste paradoja.
Tal fue el escenario escogido por el trovador para el segundo concierto comunal fuera de La Habana. Hasta allí se fue Silvio con sus anfitriones, los hermanos Novo, a estrecharle la mano a recios portuarios y hombres de callos curtidos a golpe de remos, a regalarle sus canciones a quienes asentaron desde antaño sus raíces en ese espacio que se adentra en Jagua y disfruta el privilegio de despedir el sol cuando baja allá al oeste, detrás de la línea donde se dibujan, nítidas, las tetas de Tomasa.
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