David Becerra Mayor
El deber revolucionario de un escritor es escribir bien", respondía Gabriel García Márquez cuando se le preguntaba por la cada vez más enredada cuestión de la literatura y el compromiso. En su afirmación acaso retumbaba el eco de una burguesía ilustrada que en Europa renunció de pronto a la función revolucionaria de la literatura, tan en auge en los primeros años de la posguerra mundial, para sostener, a partir de este momento, que el único compromiso del escritor debía ser con el lenguaje. La política desapareció de la literatura. Pero en la afirmación de García Márquez latía un imaginario distinto. Su literatura –y, por extensión, el realismo mágico en su conjunto– demostró que no se puede evaluar ni valorar con idéntico criterio la escritura que se producía a un lado y otro del océano.
Lejos de reproducir la fórmula reaccionaria del compromiso del escritor con el lenguaje (y nada más que con el lenguaje), el realismo mágico de García Márquez pretendía ofrecer, del modo más objetivo posible, un reflejo de la realidad de América Latina.
El realismo mágico constituía una reformulación de la literatura comprometida, pero adecuando su modelo a la realidad hispanoamericana. Lo mágico es parte consustancial de la realidad de su continente, como así lo definió Alejo Carpentier en el prólogo de El reino de este mundo, texto fundacional de "lo real maravilloso": "¿Qué es la historia de América Latina sino una crónica de lo maravilloso en lo real? Hechos que se escapan de lo estrictamente racional se instalan en nuestro quehacer cotidiano y se asumen con normalidad".
El elemento mágico, que nutre buena parte de las novelas de Gabriel García Márquez, no es un recurso estético sin más, ni una filigrana de quien busca reafirmar con un gesto de buena escritura su condición de novelista; al contrario, deriva de la estricta necesidad de retratar la vida en América Latina. Pero lo mágico no es sinónimo de bello, más bien encierra la perversidad de una estructura de dominación, como es un caso paradigmático el temor, casi obsesivo, entre los miembros de la familia Buendía de Cien años de soledad, de ver nacer a un niño con cola de cerdo, como castigo por mantener relaciones incestuosas. Pero el mito del incesto no existe sino como estructura de dominación patriarcal. Como nos recuerda Simone de Beauvoir, el mito del incesto se funda para legitimar el rapto simbólico, por parte del hombre, de las mujeres de la tribu vecina; por su parte Lévi-Strauss sostiene que el matrimonio consanguíneo no supone ningún peligro biológico, pero su condena persigue potenciar el beneficio social que se obtiene de la exogamia.
Los mitos no son inocentes y asimismo sirven para ocultar lo que ocurrió realmente. En el plano de lo cotidiano, García Márquez ha explicado en alguna ocasión que el personaje de Remedios la bella, de Cien años de soledad, quien sube al cielo una tarde mientras ayudaba a tender unas sábanas en el jardín, estaba inspirado en un personaje real. Explica el novelista que "había una chica que correspondía exactamente a la descripción que hago de Remedios la bella. Efectivamente se fugó de su casa con un hombre y la familia no quiso afrontar la vergüenza y dijo, con la misma cara de palo, que la habían visto doblando unas sábanas en el jardín y que después había subido al cielo…". Lo maravilloso tiene, pues, un componente subversivo, ya que puede servir para escapar de la realidad constituida, pero, en manos de la oligarquía, puede también contribuir a la manipulación de la Historia y de la realidad. Pensemos, por ejemplo, en cómo se borró de la memoria de Macondo la matanza de obreros en huelga (precisamente porque no hubo nadie que escribiera lo que sucedió realmente) o, por muy maravilloso que parezca, el modo en que la empresa bananera, la United Fruit Company, provocó en Macondo una lluvia que duró cuatro años, once meses y dos días para impedir que, una vez la empresa abandonara la zona, sus habitantes pudieran seguir cultivando el banano en su ausencia.
La realidad se explica a base de mitos, de elementos mágicos y maravillosos. Señalar el mito como constructor de realidades desde la literatura es una forma de compromiso. Pero no sólo desde la palabra se comprometió García Márquez con la realidad de América Latina. También con sus gestos, manteniendo siempre firme su apoyo a la Revolución Cubana y su amistad con Fidel Castro. Hoy mucho dirán que fue un gran escritor aunque fue comunista, como si los términos fueron excluyentes y con Gabriel García Márquez estuviéramos ante una suerte de excepción que confirma la regla. Quien lamenta su compromiso político tal vez desearía padecer la enfermedad de la evasión de la memoria que sumió a Macondo en el más terrible olvido, impidiendo a sus habitantes recordar el nombre de las cosas más elementales. Hay quien preferiría olvidar que el gran escritor que fue García Márquez fue también comunista, como el propio novelista empezaría a olvidarlo azotado por esa enfermedad de la evasión de la memoria que escapó de sus páginas para afectarle en su propia biografía; pero, como los habitantes de Macondo, nos lo imaginamos dispuesto a luchar contra el olvido, etiquetando cada objeto con su nombre para no olvidar su función: "Esta es la vaca, que hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche". Esta sencilla descripción encierra un complejo planteamiento sobre la función de la escritura: la palabra escrita sirve para combatir el olvido, para restituir la memoria. En nuestra lucha contra el olvido tenemos que actuar como los macondianos: escribir en un papel lo que significó García Márquez, política y literariamente, y pegarlo con cola sobre su memoria, para que no nos lo arrebaten, para que no inventen un nuevo mito capaz de manipular nuestra Historia: "Este es García Márquez, hay que leerlo todas las mañanas para que los diarios y la televisión no nos manipulen la realidad. Fue escritor y comunista".
Gabriel García Márquez, que siempre confundió la Historia y el mito, no por capricho estético, sino porque la realidad de América Latina así se mostraba, ha tenido una muerte coherente y, para terminar de confundirlo todo, ha decidido morir a las puertas de un Viernes Santo. Si tres días después Jesús volvió a la vida, no sería descabellado, siguiendo la lógica de su literatura, que el domingo de resurrección Gabriel García Márquez volviera a la vida. Como el gitano Melquíades, tal vez García Márquez termine regresando de la muerte al no poder soportar la soledad que supone estar muerto. (Reblogueado desde La Pupila Insomne)
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