Julio Martínez Molina
La calle, en términos asfálticos, traduce la misma agitación social que vive parte del ciudadano común, expresada en una indisciplina de vastas proporciones, tendente a afectar la dinámica misma del sencillo acto de caminar en medio de cualquiera de nuestras avenidas.
Ya hasta circular a dos pies por una acera resulta diferente a 25 años atrás. El desasosiego se traduce en erráticos trayectos que contravienen sentidos de ruta, en esa inquietud de moscardón presa de tantos transeúntes que asemejan a hormigas sin antenas aprovisionándose ante el advenimiento de -acaso- un posible hongo atómico. Tal desazón peatonal induce a roces físicos no intencionales; gente que no mira hacia el lado… En fin, para engrosar el listado endógeno de falencias, se nos ha olvidado hasta cómo debemos andar.
Algunas personas no respetan al transeúnte que viene en línea recta y se le atraviesan de forma transversal sin mínimo respeto; determinadas mujeres no alzan su sombrilla al interceptar con otros ciudadanos, con el inherente peligro para el otro, incluida su visión; cual fue el caso de un joven tocado en su ojo izquierdo por una de las esquinas punzantes de dichos parasoles en plena calle San Carlos la semana anterior.
Los autos y motocicletas son lavados, mecanizados o exhibidos arriba de las aceras, donde jugadores de dominó -consustancial botella de ron debajo de la mesa-, impiden el paso. Ciertos peatones se abalanzan delante de vehículos, con la vista en línea recta, ¿acaso convencidos de una presunta obligación del auto a frenar¿ Es algo que nunca he podido descifrar bien y, en realidad, mis suposiciones al respecto pasarían por delirantes. O no.
Aquellas imágenes del tiempo cero del período especial -imperecederas para la pupila de la memoria-, de ómnibus desbordados de viajeros, cuyos chóferes estaban obligados a continuar conduciendo con las puertas abiertas, a ratos parecen retornar cuando alguna ruta demora su recorrido, hay calor o simplemente al tripulante de cualquier tipo de guagua (no tiene que ser de transporte urbano) se le olvida cerrarlas.
Aunque los camiones de carga deben depositar su mercancía en los centros comerciales después de las seis de la tarde, en verdad lo hacen a cualquier hora. Como la mayor parte de las bodegas se encuentran en las esquinas, al ubicarse allí, perjudican la visibilidad. Igual lo hacen carretones a la venta de productos agrícolas; o hasta árboles o arbustos que no deben estar en dichas intersecciones, pero no obstante continúan sin ser cortados.
Los coches adelantan en La Calzada de Dolores sin percatarse de que por la senda rápida vienen autos o motos, lo cual de hecho ha ocasionado accidentes. No pocos carros estacionan en el espacio prohibido de cien metros antes de los semáforos. Jovencitos motorizados compiten en sus bólidos, ebrios, de noche, en diversas carreteras; sin tener en cuenta el tremendo peligro en que incurren y el posible daño a provocar. Todas las anteriores figuras están penalizadas en los artículos de la Ley 109 y se combaten por las fuerzas de Tránsito. No obstante, el fenómeno va más allá, al conectarse con la causa misma de otros males de la sociedad cubana contemporánea, los cuales hallan su origen en lagunas formativas en los hogares, falta de educación y conciencia, valores cívicos. De manera que esa revolución estética muy preconizada en esta columna debe venir aparejada de otras muchas revoluciones vinculadas, entre tantos campos, al de marras; pues nuestra cultura vial resulta harto escasa.
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