Julio Martínez Molina
En varias de sus intervenciones recientes, el primer vicepresidente cubano, Miguel Díaz-Canel Bermúdez, ha puesto en la mirilla la necesidad de levantar bandera contra los patrones culturales negativos y la pertinencia de ampliar el acceso de la población cubana a productos audiovisuales de calidad. Ambos temas, abordados con insistencia por el dirigente, representan dos partes de una esencial ecuación de purificación/reconversión espiritual y gnoseológica.
Su despeje (a resolver por segmento considerable de personas, devorado por perjudiciales andanadas de productos musicales, televisivos y fílmicos de la peor laya) conducirá, inexorablemente, a esos mayores niveles de adquisición de cultura por parte de un receptor capaz, solo entonces, de reaccionar contra la vulgaridad, la superficialidad y la enajenación más absurda.
Cuando el individuo, una vez pertrechado del imprescindible discernimiento estético, sea capaz de rechazar por efecto de decantación a la impostura y lo banal, será el momento en el cual no necesitará de otro talismán para preservarse de las arremetidas negativas censuradas por el vicepresidente cubano.
Es un fenómeno complejo, con demasiadas interrelaciones, del cual no pocos espacios de reflexión del país se han ocupado bastante; aunque -la verdad sea dicha-, el saldo de tales prédicas no ha resultado todo lo fecundo que se hubiese deseado o supuesto.
La aseveración ancla crédito en la consulta de los hábitos de consumo de muchos espectadores, quienes lo mismo asienten ante clips de reguetón u otros géneros que ensalzan los peores antivalores (racismo, ostentación, indignidad, machismo, irrespeto al prójimo, violencia fratricida) combatidos por este sistema social desde hace 56 años, que santifican a la peor bagatela de la noche televisiva miamera y esos exponentes que cunden las televisiones del universo hispano en EEUU o Latinoamérica. Cadenas estas dirigidas por multinacionales, en ciertos casos de oscuros prontuarios ideológicos y conexiones directas con las agencias de inteligencia de los Estados Unidos.
No solo le venden al público regional (el latino de dicha nación y al del subcontinente) patrones de vida, modelos preconcebidos de “entretenimiento” pletóricos de mensajes subliminales -solo para referirnos al tema harían falta par de páginas. Lo más relevante de este nuevo “mundo feliz” catódico es que opera con arreglo al designio de los tanques pensantes del imperio de mantener al público embobecido en medio de la más absoluta vacuidad, mientras su gobierno mueve los hilos del retablo mundial. Pan y circo, Roma sabía. Lo mismo los de la Sala Oval. Idiocracia teledirigida.
Tales programas constituyen una droga de daños tan nocivos para el cerebro humano como las vegetales o sintéticas. En realidad, no están hechos para nuestra liga. Cuba compite en primera. Seguirle el juego a su visionaje sistemático aquí significa ponernos al nivel de las carencias formativas de países con índices de alfabetización o instrucción general deplorables.
Nuestros niños (no lo dice ningún adepto, sino la mismísima UNESCO mediante sus comprobaciones parciales) figuran entre los más educados del planeta. Ninguno tiene que reírle la gracia a los “geniecillos” inventados de ciertos espacios. La mujer cubana -culta, bella, sensual, sensible, lúcida- no precisa “admirar” shows mercantilistas que, bajo un falso ropaje de pretender ensalzar al género femenino, en la práctica lo denigran.
El único antídoto ante el fenómeno es la Educación Estética. El primer paso del camino para alcanzarla consiste en leer. No existirá entendimiento alguno, de nada, sin lectura. A la par, se precisa robustecer el conocimiento de forma integral, viendo, escuchando, asimilando e incorporando -desde una posición interpretativa al inicio y más tarde crítica-, cine, teleseries, música, danza, arte en los museos y espacios galéricos. E, igual, visitar epicentros expositivos, asistir a conciertos o puestas, participar en recorridos histórico-culturales.
Todo ello irá conformando una sensibilidad estética en la persona, la cual, en determinado grado ulterior de desarrollo (marcado en última instancia por el afán personal de superación), se convertirá en espíritu cultivado; por ende dotado de las herramientas valorativas necesarias como para que se le prenda un foco rojo en el encéfalo no más advierta la morralla estética a kilómetros.
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