Enrique Ubieta Gómez
Como en La Rosa púrpura del Cairo, un personaje ha salido de la pantalla, y camina por una ciudad, la nuestra. O fue al revés: un espectador se obsesionó con cierto tipo de películas, seriales y videos, quiso vivir en ellos y se introdujo en la pantalla, renunció a ser persona para convertirse en personaje de ficción.
¿La ficción construye la vida, o la vida construye la ficción? Si en época de Cervantes era posible que alguien, de tanto leer historias de caballerías, encarnase en su vida-ficción real al personaje “loco” y justiciero, en la nuestra, la letra impresa ha cedido su capacidad de influencia al audiovisual.
No es, obviamente, la única ni la más importante diferencia. El audiovisual contemporáneo que impera recrea otras historias y reproduce otros valores, para nada quijotescos.
Al margen de la polémica sobre la validez artística del reguetón —no me interesa dilucidar su trascendencia como género musical—, por ejemplo (y no es un ejemplo tomado al azar), su puesta en pantalla nos impone un mediocre sentido de vida.
Parece inevitable que el reguetón se ofrezca en un módulo audiovisual que nos devalúa como seres humanos y nos mide a través de las cosas que nos poseen: el carro de lujo del año, la muchacha más Barbie (no es un elogio), descerebrada y deshuesada –la mujer como simple objeto sexual–, las cadenas de oro, las maletas de dólares, las bebidas más caras, los guardaespaldas, la ostentación (que en Cuba llaman especulación) como espuria evidencia de un falso triunfo.
Una noticia recorre las pantallas de las computadoras cubanas: un “especulador”, seudo cantante de reguetón, cuya vida imitaba los estereotipos visuales del género, fue detenido en un operativo policial digno del serial televisivo más espectacular. Por ahí circulan los videos de la detención, como si fuesen capítulos de UNO o de Tras la huella. Como no se han concluido las pesquisas ni se ha efectuado el juicio, no hablaré de cargos. Mi tema no serán las posibles ilegalidades de su conducta pública, sino su sentido corruptor.
Para ello acudo a los hechos visibles, constatables: este ciudadano, que se hace llamar Gilbertman —como Superman, o Spiderman, un “superhéroe” de mágicos (monetarios) poderes—, fugitivo de la justicia estadounidense (la cual, según parece, no ha querido colaborar con la nuestra en este caso), se instaló en su humilde barrio habanero de origen y compró en un año casas, autos de lujo, conciencias, cuerpos de mujer, y otros “objetos”.
Se hacía retratar mostrando su bíceps “poderoso”, y sobre él, en perfecto equilibrio, contenidos por su mano, fajos de billetes de a cien dólares. Fuerza física, fuerza monetaria. Llegaban sus autos y en ellos sus guardaespaldas; entonces descendía este SuperNada de 28 años, como si pisara la alfombra roja del éxito, como si de verdad alguien lo amara o pretendiera liquidarlo.
Nada que apareciese en los video-clips de sus amigos reguetoneros, y en los suyos, escapaba a su codicia simbólica. ¿Que en los videos se exhibían semi o casi desnudas las mujeres? Él alquilaba las suyas. ¿Que en los videos llegaban los tipos de mirada inflexible en carros de lujo? Llegó a coleccionar 22 autos de marcas caras. ¿Que en ellos se contaban historias de matones y de jefes mafiosos? Él mostraba sin recato una pistola, no sabemos si real o falsa, pero ¿importa?, y maletas llenas de dólares. Extraña, retorcida manera de parecer “alguien”.
Super/Gilbertman regalaba a los vecinos y parecía extorsionar a los restantes habitantes del planeta. ¿Imitaba a Pablo Escobar, es decir, la leyenda cinematográfica del “buen” matón colombiano? Su divisa, su fuerza, su triunfo aparente, era tener (ya se sabe que el cómo no importa) y especular; en esencia, la misma de Bill Gates o de Carlos Slim, aunque su origen era humilde y sus opciones otras.
En el capitalismo el matonismo es una profesión de prestigio, y tiene su glamour, su onda… ¿lo queremos en Cuba? Gilbertman financiaba videos de los Desiguales, de Eddy K (de regreso en la isla), del Yonki, del Príncipe, de Damián, a condición de que lo dejasen aparecer en pantalla. No se diferenciaban mucho esos videos de los que hacen Yakarta y el Chacal (por ejemplo, Ellas son locas), u Osmani García (por ejemplo, su reciente Barra abierta, made in Miami). En su afán por indiferenciar su vida de los más aberrantes modelos “musicales”, Gilbertman utilizaba su casa y sus carros como espacios de filmación, se representaba a sí mismo o a aquel con quien soñaba ser.
En una de sus últimas producciones, No hay break, reunía en su casa a sus financiados, entre maletas llenas de mujeres, de dinero, de expresiones duras, de pistolas, de cadenas de oro, de muebles caros y de mal gusto, como capos a la espera del resultado de una supuesta guerra callejera, importada de otras calles, de otro mundo que no es el nuestro, un video donde la violencia alcanza grados repugnantes, y en el que se compra la imagen, el símbolo esta vez invertido del joven actor que encarnaba al Chala: si el socialismo —que es representado por la maestra— peleaba en la película de Daranas, entre sus propias contradicciones, por salvar al niño de su familia y de su entorno social, este video reniega de aquella “conducta”, pisotea el símbolo.
La revista digital de frivolidades Vistar magazine —que presenta en su costado más banal a los buenos, regulares y malos artistas, con anuncios de negocios que pagan, sean o no legales—, le dedicó una página en uno de sus números y en otro, anunció el video.
La guerra cultural es explícita, aunque Gilbertman no tenga la menor idea de su existencia: nosotros necesitamos salvar, emancipar, ellos quieren hacernos creer que es imposible. Contaminan, corrompen. Este “Chala” de rostro duro, traiciona y dispara a sangre fría, para cobrar su parte. ¿No hay leyes en Cuba que castiguen la producción de videos violentos en los que participan niños?
Que triste vida la de Gilberto, el joven de 28 años que se disfrazaba de Gilbertman. Pero su caso, por extremo, es paradigmático: nadie encarnó tan literalmente el personaje del reguetonero audiovisual, del “triunfador” made in USA; nadie se jugó como él todas las cartas a favor de la cultura del tener, del capitalismo, en su versión más grotesca, más vulgar. Y es paradigmático también en otro sentido: Gilbertman creía que el dinero, su superpoder, lo haría invencible en Cuba, como podría serlo en Miami o en Bogotá. Tanto lo creyó que se anunciaba en Internet y alardeaba públicamente de su “fuerza”. La guerra cultural contra el socialismo pasa por el envilecimiento y la corrupción de nuestros ciudadanos. No puedo hablar de ilegalidades hasta que fiscales y abogados de la defensa diriman responsabilidades, pero trabajemos por forjar sueños mejores en nuestros niños y jóvenes, porque los cubanos tengan un paradigma de vida superior. (Tomado de La Jiribilla)
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