Jesús Arboleya Cervera*
El pasado 27 de febrero se celebró en Washington la segunda ronda de conversaciones entre los gobiernos de Cuba y Estados. Mucho ha comentado la prensa sobre esta reunión, por lo que me parece más importante analizar cómo encaja este paso en el camino de lo que se ha dado en llamar la “normalización” de las relaciones entre los dos países.
Como ya dije en un comentario publicado por Progreso Semanal recién concluido el encuentro, desde mi punto de vista, cualitativamente lo más importante de lo ocurrido a partir del 17 de diciembre, es que dos países prácticamente incapacitados para comunicarse entre sí por más de medio siglo, adoptaron el método de la negociación para la solución de los conflictos entre ambos. Con esta decisión no se acaban los conflictos, pero tienden a disminuir, y es posible resolverlos –o al menos tratarlos– de manera civilizada, dentro de las normas establecidas por el orden jurídico internacional.
Desde hace años, yo diría desde el triunfo mismo de la Revolución, la única exigencia cubana ha sido negociar con Estados Unidos en condiciones de igualdad y respeto mutuo, lo que evidentemente ha logrado. No creo que la negociación sea una ciencia, como afirman algunos especialistas, pero importa la profesionalidad y las características de los involucrados. Los mejores negociadores son aquellos capaces de moverse dentro de los límites que les impone la agenda de sus gobiernos y actúan con la gentileza necesaria para que el estilo no sea lo que determine el resultado. La flexibilidad ha sido la tónica de estos encuentros, lo que demuestra que los dogmáticos nunca pueden ser buenos negociadores.
En la fase en que se encuentra el proceso, los temas más problemáticos son la eliminación de Cuba de la lista de países promotores del terrorismo y las reglas que deben regir la actuación de los diplomáticos norteamericanos en Cuba, una vez que se abran las embajadas.
En verdad, si miramos el conjunto de restricciones que impone el bloqueo a Cuba —en Estados Unidos le dicen “embargo”, pero significa otra cosa—, estas superan las establecidas por el gobierno estadounidense para aquellos países incluidos en la lista de promotores del terrorismo. Sin embargo, a Cuba le importa ser eliminada de esa lista. En primer lugar, por constituir un acto de “justicia”, como dijo Josefina Vidal, jefa de la delegación cubana, y ello encaja en el respeto que se solicita. Pero también porque aparecer en esa lista vulnera las garantías que debe ofrecer Estados Unidos a un país con el que se propone mantener relaciones normales.
El gobierno de Estados Unidos ha dado señales de que eliminará a Cuba de la lista y lo extraño es que no lo haya hecho antes, colocándose en la situación de estar negociando con un país que cataloga de terrorista, lo que debilita su posición frente a sus opositores internos. No obstante, insiste en que se trata de un asunto doméstico, ajeno a las negociaciones, por lo que no puede constituir una precondición cubana para los acuerdos.
Cuba acepta esta interpretación, pero insiste en que permanecer en la lista no contribuye al clima que debe prevalecer en las negociaciones: la precondición es el respeto, no la lista en sí misma. Por otro lado, a Cuba le conviene establecer el principio que los asuntos de carácter interno no formen parte de la agenda de negociaciones, como pretende Estados Unidos en otros campos.
En definitiva, este es un asunto que debe resolverse en breve, sobre todo porque, como dijo Roberta Jacobson, jefa de la delegación norteamericana, Estados Unidos espera tener resuelto el tema del restablecimiento de las relaciones diplomáticas con Cuba, antes de la próxima Cumbre de las Américas, a celebrarse en abril en Panamá. Las razones tienen que ver con su estrategia hacia América Latina, pero ese es un asunto que escapa a los propósitos de este trabajo y lo podremos tratar más adelante.
El otro tema en disputa, las normas que deben regir el trabajo de los diplomáticos estadounidenses en Cuba, es más abarcador de lo que parece. En la Estrategia de Seguridad Nacional, publicada recientemente por el gobierno norteamericano, se reafirma el supuesto derecho de Estados Unidos a intervenir en los asuntos internos de otros países, con vista a “promover la democracia” en los mismos.
A veces resulta difícil convencer al pueblo norteamericano, incluso a algunos de sus diplomáticos, que su país no tiene derecho a ello y que tal propósito no está animado por las nobles intenciones que proclama. No conozco un solo caso de un país del Tercer Mundo, donde la intervención norteamericana haya conducido al pleno ejercicio de la democracia, la justicia y la felicidad de sus pueblos. Sobran los ejemplos, incluso muy recientes, que demuestran esta afirmación.
En realidad se trata de una política, antes encubierta, porque no tiene justificación legal, que Estados Unidos ha pretendido legitimar desde la década de 1980, con la creación de la National Endowment for Democracy (NED), la actividad de la United States Agency for International Development (USAID) y otros mecanismos, que actúan abiertamente en casi todo el mundo y son objeto de disputas con muchos países.
En el caso de Cuba, esto se traduce en programas específicos destinados al “cambio de régimen”, un eufemismo para no decir el derrocamiento del gobierno cubano, muchos de los cuales aún están amparados por el Plan Bush, un engendro de la extrema derecha, que se contradice en cuerpo y alma con la nueva política preconizada por el presidente Obama y que incluso actúa en su contra. Dentro de este esquema, la Sección de Intereses de Estados Unidos en Cuba ha actuado más como un centro conspirador que como una representación diplomática y eso es lo que preocupa al gobierno cubano.
Según Estados Unidos, de lo que se trata es de brindar seguridades a los diplomáticos norteamericanos para relacionarse libremente con la sociedad cubana, pero el problema no está en relacionarse, sino cómo y para qué. Todo el mundo sabe que una de las funciones de cualquier embajada es influir en la sociedad receptora en función de sus intereses nacionales, pero existen normas internacionales que establecen los límites de estos intereses y la forma de promoverlos, en correspondencia con el respeto a la soberanía de los estados.
La Convención de Viena y la Carta de las Naciones Unidas instituyen estas reglas y seguramente se restablecerán las relaciones diplomáticas bajo los principios de estas normas. Sin embargo, su cumplimiento será con seguridad una fuente más de conflictos entre los dos países en el futuro predecible.
Nadie puede esperar que estemos en presencia de la consumación de un matrimonio entre Cuba y Estados Unidos. Más bien, estamos viendo los arreglos de un divorcio cuyas causas se remontan al siglo XIX y se decidió de la manera más irreconciliable en 1959.
Es de esperar entonces que no medie el cariño y la confianza, ni sean olvidados los viejos agravios, sobre todo por Cuba, que ha sido la más perjudicada en esta relación, pero al menos las partes han decidido hablar y no tirarse los platos a la cabeza. (Tomado de Progreso Semanal)
(*) Investigador cubano, especialista en relaciones Cuba-EEUU. Doctor en Ciencias Históricas con una decena de libros publicados.
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