Melissa Cordero Novo
Las pausas y las imágenes del ayer hacen temblar el suelo. Las palabras van cayendo en espiral, y luego suben como ráfagas hasta el papel. Todo se estremece adentro. Es limitado el espacio para sostener las almas. Muy limitado. Retumban las paredes, estallan las ventanas, hasta que por fin revienta el aire entre las palmas de mis manos. Los protagonistas de Girón no son hombres comunes: hacen detonar los espacios.
Evelio López Acea (Batallón 339) tenía 28 años en abril de 1961, y se abalanzó contra los mercenarios con una furia desenfrenada. La voz de alarma la recibió de madrugada, en el central Australia, e inmediatamente, interceptó unos camiones cargados de azúcar, los vació y encima de ellos se trasladó hasta el sitio del desembarco. “Entramos por el terraplén que conducía a Playa Girón para incorporarnos a la lucha. Apenas llevaba unas horas combatiendo cuando me dieron dos tiros, una en la barriga que me salió por un costado y otro en la pierna.
“Estuve extraviado en el monte aproximadamente 26 horas, hasta que un batallón de Matanzas me encontró y me recogió. En ese momento no me podían sacar porque era muy peligroso, pero ellos regresaron y me trasladaron hasta el hospital de Jagüey.
“Durante el poco tiempo que estuve en combate, cayeron a mi lado varios compañeros. Fue muy doloroso. Y por momentos creí que yo también moriría. Girón fue lo más grande que me sucedió en la vida, y cuando recibí la noticia de la victoria sentí mucha alegría. Yo provengo de una familia humilde que le debe mucho a la Revolución, por eso fue un honor muy grande defender allí a la patria”.
Alberto Rodríguez Escofet (Batallón 339) dejó sobre la arena todo el ímpetu que presuponían sus 19 años. Meses antes había subido al Escambray a machetear cabezas de bandidos, marchó luego, con igual energía sobre el pecho, a Playa Girón. La noticia sobre el desembarco mercenario le esculpió de espinas la hombría, entonces presionó fuerte su puño…”Cuando nos montamos en los camiones no aparecían las llaves, entonces rompimos los cables para poder arrancar e ir hasta la playa. Nos fuimos quedando en distintos puntos del terraplén. Mi grupo y yo nos bajamos en Pálpite.
“Los aviones nos pasaban muy cerca, pintados con banderas cubanas, luego tiraban paracaidistas y nos bombardeaban continuamente. Como iniciativa nos colocamos palitos dentro de la boca para no mordernos la lengua, ya que la expansión de las bombas lo estremecía todo. Hubo un camión, donde se trasladaban a los heridos, que también fue alcanzado por las ráfagas de metralla, yo les grité: -córranle-, pero no pudieron hacer nada.
“Lo más difícil para nosotros fue quedarnos sin balas en medio del combate, porque entonces no pudimos seguir tirándole a los mercenarios. Al poco rato nos trasladaron para los Alpes en Playa Larga. Allí recibimos refuerzos de Matanzas, unos niños de 14 años que eran unos bárbaros tirándole a los aviones. Nosotros teníamos muy poca experiencia de la guerra, armas inferiores, ametralladoras que apenas disparaban 90 tiros, la que más, unos 300. Fueron momentos verdaderamente históricos”.
Ángel Luis Figueredo Valladares (Batallón 339) apenas había cumplido 30 años cuando se aferró a unas escopetas para desterrar mercenarios. Hoy abraza las 8 décadas. Casi no recuerda. El paso del tiempo ha mellado su memoria. Pero el rostro lo tiene erguido, y se le dibujan algunas imágenes que merecen el mayor de los respetos.
“No pensé mucho, enseguida me monté en el camión cuando nos avisaron del desembarco. A mí me dieron una ametralladora 30, y con ella defendí bastante. Recuerdo que cuando ya habíamos alcanzado la victoria –ríe- yo cargué una bomba en los hombros y la llevé hasta la playa. Cuando me vieron empezaron a gritarme: -no te muevas, no te muevas, quédate quieto-, todos se asustaron mucho. Tuve que montarme en un bote y dejarla caer en el agua. Me regañaron bien fuerte”.
Ángel hace una pausa. Detiene la conversación. Le miro a los ojos y no puede sostenerlos. Me estremezco mientras a él le corren lágrimas por el rostro. Las fuerzas le alcanzaron para decir unas pocas palabras: “mi vida es Fidel”.
Juan Luis Romero Calaña (Batallón 322) era uno de los más veteranos por aquellos días de abril. Sus 42 años le permitieron ver las cosas diferentes. Pero llevaba sobre la cabeza los mismos ideales, y la disposición eterna de morir por la patria. Cuando ocurrió el ataque por Bahía de Cochinos, Juan se encontraba en Santo Domingo, Villa Clara. Rápidamente, el día 17, se trasladó desde el centro de la Isla hasta las arenas de Girón.
“Yo entré por Yaguaramas, y desde que llegamos había muchas ametralladoras y cañones disparando por todo el lugar. Fueron momentos inolvidables, y muy duros, ver todos esos heridos a tu alrededor… aunque nos dio muchas fuerzas saber que el Comandante estaba allí junto a nosotros. Luego de la victoria, estuvimos aproximadamente un mes peinando en Girón, para capturar a todos los mercenarios.
“Y a pesar de que hayan pasado cincuenta años, sepa que aún podemos servirle a la Patria, aunque seamos ya unos viejos- Juan Luis tampoco puede aguantar el llanto. Se le desborda. Me dice que es la emoción. Luego termina- solo decirle a Fidel que cuando haga falta aquí nos tiene”.
José Pérez Godoy (Batallón 339) era uno de los muchachos más jóvenes de la compañía. Solo 17 años. Llevaba una semana en Playa Larga cuando se produjo la invasión. A la una de la madrugada, también montó a los camiones para ir a defender el terruño de Zapata.
“Nosotros no teníamos ninguna experiencia y por eso nos colocamos muy cerca de la playa, entonces tuvimos que organizarnos debajo de los tiros. Y cuando sentimos los estruendos de las bombas, tuvimos que tirarnos para el borde de la carretera. El miedo en la juventud no existe. No teníamos miedo, y entonces aguantamos a los mercenarios hasta que llegaron los refuerzos.
“Lo más impresionante fue ver como los alfabetizadores que estaban en la Ciénaga enseñando a leer y a escribir, salieron a las calles a pedir armamento para combatir. También lo hicieron todos los cenageros, mujeres, hombres, todos. Nosotros les decíamos que no, que se refugiaran, pero hubo quienes se nos escaparon y salieron a pelear hasta con machetes en las manos. El día 17, yo me encontraba en la Laguna del Tesoro cuando también me sucedió algo muy sorprendente: unos camiones de evacuados y brigadistas pasaron frente a mí cantando las notas del Himno Nacional. Eso me puso muy contento.
“Fue un privilegio haber peleado en Girón, pero sé que lo mismo que yo hice lo hubiese hecho cualquier cubano. Ese es mi honor y mi orgullo más grande, el haber contribuido a frenar la invasión. Nunca olvidaré unos versos que me dijo un amigo y que me dieron mucha fuerza: No permitamos que la mano artera / sembrara la raíz vieja y amarga / y por Playa Girón y Playa Larga sigue / limpia y feliz la primavera”.
Julio Antonio Sosa Rodríguez del Rey (Batallón Oficiales y Milicias del Segundo Curso) pisó el escenario de Girón con 26 años. Días antes se encontraba en Matanzas recibiendo cursos operativos. El propio 16 de abril, llegó la alarma hasta su escuela. Eran aproximadamente las 2 de la madrugada cuando corrieron, en ropa interior, a ocupar las posiciones de combate.
“Un grupo de nosotros fue hacia la carretera a detener todos los carros posibles para trasladarnos hasta Girón. A las tres de la madrugada logramos montarnos en los vehículos y nos dirigimos hasta la zona del desembarco. Entramos por Jagüey Grande y allí mismo tuvimos el primer choque, recibimos la primera verdad de la invasión, vimos los primeros muertos. Avanzamos luego por la carretera del central Australia para llegar hasta la primera línea de combate, allí los mercenarios ya habían creado un punto de resistencia casi impenetrable.
“Estando en Pálpite, pasamos por una escuelita rural, y en la pizarra estaba escrito: aquí estuvo el Ejército de Liberación. Así fue, los mercenarios estaban por todos lados en la Ciénaga.
“El armamento que teníamos era muy inferior, pero aún así logramos desbaratar el punto de resistencia de los yanquis, y ellos empezaron a retroceder. Nosotros nos mantuvimos siempre firmes, a pesar de haber estado 2 días sin comer, sin tomar agua y sin dormir. Cuando nos retiraron para el central Australia me dieron una lata de frijoles, luego me dormí en el portal de una casa con el fusil en la mano”.
Julio Antonio no habla de los mártires. No puede. Quizás las cinco décadas han sido exiguas para limar las asperezas del combate de 1961. Pero todos son hombres valientes, que vieron la muerte acariciarle los hombros, y aún así miraron al frente, sobre el horizonte; son hombres esculpidos en bronce y bandera. Su valor rebasa los límites de lo imposible y se posa, al final del día, en el umbral de los inmortales. Son hombres únicos, hombres de su pueblo, hombres que resistieron sobre la arena a golpe de cañón y metralla, hombres que, sin dudas, pintaron la gloria eterna sobre esta tierra.
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