El autor entiende el viaje en sí como experiencia enriquecedora, tal cual la protagonizada por el Che Guevara y su amigo Alberto Granados. |
Viajar es nacer y morir en cada segundo, escribió Víctor Hugo, el célebre escritor francés, padre de Los miserables u otras obras, las cuales indagaron mucho antes que Malraux en eso que encierra tantas capas de sentido e insondables magnitudes y diferencias, conocido como “la condición humana”. A mis 41 años solo poseo intuiciones, someras aproximaciones de la mente de cuanto quiso decir el gigante Hugo porque, descontando las reporteriles incursiones semanales a municipios, los periplos interprovinciales merced a los encuentros de corresponsales nacionales de Juventud Rebelde y la época cuando en calidad de Vanguardia todavía era posible alojarse en Varadero, sin que la presencia sindical afectase la eficacia económica de la industria del ocio, los saltos geográficos del servidor no superan algunos de los puntos del archipiélago.
Honor a la verdad, también. Créase o no, quien escribe, algo raro para asumir el hecho del viaje, en su momento llegó a desdeñar, por una u otra razón, o ninguna, coberturas internacionales posibilitadas debido a determinada circunstancia coyuntural. O factibles de autogestionar solo a través del tercio de esfuerzo y pugilateo de lo usual. Tampoco añora el redactor la experiencia del viaje al modo en el cual lo asume la industria turística mundial, diseñado sobre la base de una falacia aherrojada al guioncito visita teledirigida/discursito prefabricado del guía/souvenir/ómnibus y vuelta al hotel con Noche de esto y lo otro… Ese turista mcdonalizó su visita, no conoció al país; lo sabe el lector.
El sueño del viaje para el humilde escribidor (hurtémosle el término a nuestro Carlos Rafael Rodríguez, empleado también en ocasiones por el igual de grande Raúl Roa) se asemejaría al del Che y Alberto Granados en moto por Latinoamérica, o al de Calle 13, sin mapa por el subcontinente, recreados ambos en el filme fictivo de Walter Salles y el documental homónimo. Aun si materialmente fuera posible, que no lo es por lógicas económicas sabidas, la realidad de la región mutó en tan de película de ciencia ficción-variante exterminadora hoy, que en el trayecto entre Colombia y México, el viajero imaginario sucumbiría sin remisión entre las grandes mafias polifacéticas reinantes del Río Bravo a la Sierra Nevada de Santa Marta.
Entonces, visto todo, uno -también incapacitado de hacer almuerzos lezamianos en virtud de los precios del marisco, o de poseer un cuarto de uña de su talento-, al menos debe emular en algo al genio ermitaño de Trocadero 162 y transformarse en un viajero inmóvil. En eso es lo que el firmante desencadenó tras los 35 años de lectura que mediaron de Salgari a Coetzee.
Tampoco me arrepiento. Mi escasa cultura al libro es debida. Gracias.
Dicen, determinista, realista o envidiosamente, según sea el caso, que Dios le da barbas a quien no tiene quijada. No lo creo. Aunque la vida parezca en ocasiones respaldar el refrán. Cubanos por el mundo hay centenares de miles. Muchos honran a nuestro país, mediante su aporte solidario en misiones internacionalistas a lo largo de casi todo el planeta. Otros decidieron abandonar su cuna por razones económicas. Algunos no simpatizaron nunca con la opción socialista. También tenemos, en número no despreciable, especimenes de cualquier género en el exterior, desde la prostituta que “hizo las Europas” con el primer pelmazo a quien embaucó, hasta estafadores, delincuentes, camaleones sociales, oportunistas… y gente simple que, sin importar ni impugnar la causa (de hecho existen bastantes) tiene la posibilidad legítima de viajar. Incluso a las cunas de la civilización occidental: Atenas y Roma.
La siguiente historia es real. Cierto amigo, leído, le recomendó a uno suyo visitase al Partenón cuando llegase a Grecia. El hombre lo llamó a las 3 y 30 de la madrugada (por la diferencia horaria) para echarle pestes sobre el templo dórico: “Compadre, me embarcaste en el Partenón, solo son columnas viejas…” fue la cuerda del reproche. Huelga cualquier clase de acotación. Connacionales existen que viven en ciudades europeas, cuyo nombre en español ni siquiera conocen. Y te hablan de Brujas, Génova, Ginebra, Milán y Turín en sus denominaciones originales porque; o bien no tienen mera idea de su identificación castellana, o bien por afanes de mímesis con el “color local”.
En casos semejantes sí se cumple aquello de “las barbas a quien no tiene quijada”. Pero así es la vida. No obstante, y esto es lo más lindo, siempre existe un equilibrio, unido a un plan de compensación general, sin necesidad de llegar a la Acrópolis, al Coliseo o los jardines de Versalles. Cuanto le falta a uno le sobra al otro, o viceversa. En cualesquiera de las expresiones de la existencia. El pintor francés Toulousse-Lautrec, el monarca español Fernando VII y el emperador romano Claudio eran horrorosos; par de ellos anatómicamente deformes. Sin embargo, poseían una dotación masculina al rango de un mismísimo exponente de la raza equina. El escritor alemán Goethe y su colega ruso Gógol fueron deidades supremas de las letras. Ninguno alcanzó ser del todo feliz, ni logró experimentar la epifanía del sexo total con una mujer. De lo contrario, no hubiesen tenido aquella autoaniquiladora compulsión onanista. El autor de El Capote necesitó hacerlo 22 veces, un día, en su dacha.
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