Melissa Cordero Novo
Rompe el silencio. Hay hendiduras en los vientos que a veces dejan escapar los secretos. Pero ellos le colocan todas las manos y todos los cuerpos. Y ya nada puede aventarse. No hay temores, y las muertes no se parecen tanto a las muertes, y sus vidas no se diferencian mucho de otras vidas. Lo dejaron todo: desde que se unieron a los hombres de verde, no hubo, ni siquiera, una noche, para dormir en paz.
Año 1953. Una Cuba plagada de lacras inservibles, de manchas en la bandera de Céspedes, y sobre el suelo donde cayó Maceo. Una patria que no lo era para ningún criollo digno, y unos gobiernos intrusos violando la verdad con mentiras. Año 1953: centenario del Apóstol, y a punto de estallar la luz que salvaría a la Revolución. Año 1953, 26 de julio.
Los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes (en Bayamo y Santiago de Cuba, respectivamente) fueron asaltados por bravos con brazaletes de negro y rojo. Las paredes amanecieron bajo ráfagas violentas de quienes buscaban la victoria a todo precio, de quienes a pesar de todo, la consiguieron.
Más de medio siglo después, tener la oportunidad de conocer a uno de aquellos protagonistas, presupone el temor inevitable de no saber qué decirle o cómo actuar. Pero los miedos aflojan después de las pausas, después de escucharlos narrar sus historias, y después que te han mirado a los ojos.
Ramiro Sánchez tenía apenas 21 años, pero su juventud no le impidió ver los horizontes detrás de las fronteras, ni entender su deber, ni desvelarse por los sufrimientos de su patria. Por eso se disfrazó de fiera aquella madrugada, de metralla, con el coraje reventando en todas las venas. Llegó la hora marcada con el signo de los valientes, y fue Ramiro, y atacó como gigante el cuartel Carlos Manuel de Céspedes. Bayamo y Cuba entera hubieron de enterarse de la hazaña.
De su incorporación a la lucha clandestina, nos relata:
“Después de una visita de Fidel Castro a la Universidad de Oriente, un compañero mío, del partido Ortodoxo, me planteó si deseaba unirme a un grupo por la liberación. Acepté de inmediato, y fui uno más en la lucha a partir de aquel momento. Recuerdo con mucha vehemencia, la marcha de las antorchas en enero de 1953”.
Y como mástil indetenible, con la luz del Apóstol sobre los hombros, Ramiro ya no encontró sitio, sino en la lucha por la emancipación. Cuenta que el ataque al Carlos Manuel de Céspedes fue una verdadera hazaña, eran casi niños, pero la responsabilidad con el pueblo era más importante. La acción transcurrió en medio de incertidumbres, más no claudicaron. Las balas extraviadas, y unos pasos no previstos, fueron poniendo fin al ataque. Dispersos quedaron los atacantes, y huyendo de la tiranía.
“Siempre contamos con la colaboración de los campesinos de la zona -narra Ramiro Sánchez-; muchos de ellos nos brindaron comida, y las ropas que poseían, porque nosotros escapamos con los uniformes de las fuerzas batistianas.
“Recuerdo que en los días sucesivos, mi padre fue a revisar los cadáveres de los asaltantes, para ver si me encontraba, pues yo marché de casa dejando una nota bien revolucionaria, y desde entonces no habían recibido noticias mías. Ese episodio fue muy doloroso para él, y para toda mi familia”.
Luego del ataque al cuartel bayamés, Ramiro se trasladó a La Habana, donde continuó en la clandestinidad hasta el triunfo revolucionario. Fue detenido en dos ocasiones y golpeado despiadadamente por la tiranía. Más, confiesa, sentirse muy orgulloso de haber formado parte de la fuerza motriz que llevó al 1ero de enero de 1959:
“Yo estaba convencido de que lo lograríamos, tanto es así que renuncié a mi vida por la lucha, y durante todo el mes de junio de 1953 me dediqué solo a los preparativos del asalto; en aquel entonces hablábamos de la hora cero. Compré armas, balas, maletas para transportar lo que nos hiciera falta.
“Hubo instantes donde pensé que no regresaría, pero me mantuve firme, porque sabía que era necesario. Lamento muchísimos la muerte de mis compañeros, fue cuando sentí un compromiso enorme con ellos, e hice todo lo posible por continuar adelante”.
Carlos Bermúdez tiene en la mirada ese coraje de los grandes hombres, y hay que reverenciar muchas veces ante él. Soportar la travesía en zozobra del Yate Granma, solo lo hacen esos 82 gigantes que debieron hallar espacio donde no había, solo lo resisten quienes aprendieron a sacrificarse por la paz de su suelo.
“Lo más difícil quizás- recuenta Bermúdez- fue, una vez en Cuba, fajarnos con el mangle, el fango y el hambre. Logramos llegar hasta la casa de unos campesinos, pero de repente el ejército de Batista comenzó a ametrallarnos. Fidel enseguida nos dijo: - nos vamos; atravesamos un potrero hasta un cañaveral donde nos pusimos a comer caña; y vino Alegría de Pío”.
Carlos también tenía 21 años cuando montó junto al Che en Tuxpan, cuando resistió los desmanes de la travesía, insospechada; y cuando desembarcó por Las Coloradas con la luz de la libertad sobre el pecho.
“Nosotros salimos de México en condiciones difíciles, había mal tiempo, pero tuvimos que embarcar porque varios de nuestros compañeros habían caído presos, no podíamos quedarnos allí. Y se cumplió lo que nos dijo Fidel: si salimos llegamos, y si llegamos triunfamos”.
Aquella travesía le cambió para siempre el destino, creció de repente, por eso lleva marcada, en la piel, las historias.
“Fidel nos dio un ejemplo a todos cuando Roque se cayó al agua, él mandó a parar, y ordenó que el barco diera un rodeo. Nosotros inmediatamente empezamos a gritar: -Roque, Roque, Roque, hasta que nos respondió. Logramos salvarlo. La gran enseñanza del Comandante fue de suma importancia para todos: nunca Fidel pensó en abandonar a ningún hombre, y lo arriesgó todo para demostrarlo”.
Horas inciertas, y difíciles, cayeron como tormenta sobre los horizontes de los expedicionarios. La convicción no iba a claudicar, pero el corazón se hizo añicos en varias ocasiones, así lo cuenta Carlos Bermúdez: “Un momento muy difícil de la travesía fue cuando el 30 de noviembre escuchamos por radio, que nuestros compatriotas de Santiago de Cuba ya estaban peleando, y nosotros aún no sabíamos ni dónde estábamos. (…) Y qué decirte del desembarco, el Che mismo dijo que no fue un desembarco, sino un naufragio; y esa fue la realidad”.
Pero entonces el destino cambia de un golpe, y comienzan a emerger luces donde antes solo hubo sombras. Por primera vez el hombre, el criollo, fue libre y dueño de sí mismo. Las utopías existen, por supuesto, sobre todo si nacen hombres llamados Ramiro, o Carlos, dispuestos a morir si hiciera falta su sangre para abonar los cimientos.
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