Ilustración: Villalvilla |
"Mírame madre, y por tu amor no llores;
Si esclavo de mi fe y mis doctrinas,
Tu mártir corazón llené de espinas,
Piensa que nacen entre espinas flores".
José Martí.
Si esclavo de mi fe y mis doctrinas,
Tu mártir corazón llené de espinas,
Piensa que nacen entre espinas flores".
José Martí.
Melissa Cordero Novo
Un niño camina por senderos extraños, y deja las huellas de sus pies marcadas en la cal. Los dedos se le hunden, el talón apenas se distingue, y las uñas hace mucho tiempo dejaron de ser del color de la carne. Las gotas del sudor profanan el uniforme, que unas mañanas le queda corto y otras noches largo en exceso; lo destiñen, y el sol se empeña en tatuar los rayos en la tela y todo el día se queda allí, evaporando las horas contra la piel. Cuando anochece, en todo el espacio, aparecen diminutas figuras de sal.
Afuera puede que haga frío, pero el niño apenas lo percibe. A esa hora el dolor se hace insoportable, el de la piel, y la cadena pesa más que todo en el mundo; es como si arrastrara su propia casa en un costado. Aunque ojalá fuera su casa, las hermanas, la madre, ojalá.
El sueño se le esconde, no lo encuentra a pesar del cansancio. Con mucha suerte, si hay luna, lo verá subir por los entresijos de la cárcel y podrá atraparlos antes de que amanezca.
Los barrotes no son amigables, entonces lo miran mientras desafían su capacidad de resistencia, lo miran con ojos que él nunca ha visto. Los demás presos se retuercen en los rincones y maullan como perros, pero nadie viene a salvarlos, ni a traerles comida, ni a despojarlos de los collares que le oprimen el pecho y el alma. El niño los vigila y piensa en Dante -quizás en otra Beatriz que lo espera sentada a la orilla del paraíso- y escribe:
"Dante no estuvo en presidio. Si hubiera sentido desplomarse sobre su cerebro las bóvedas oscuras de aquel tormento de la vida, hubiera desistido de pintar su Infierno. Las hubiera copiado, y lo hubiera pintado mejor (…). El orgullo con que agito estas cadenas, valdrá más que todas mis glorias futuras… ¿A qué hablar de mí mismo, ahora que hablo de sufrimiento, si otros han sufrido más que yo? Cuando otros lloran sangre, ¿qué derecho tengo yo para llorar lágrimas?".
Aquel niño tenía 17 años cuando le pegaron un grillete al tobillo y lo hicieron sangrar. Sus pies eran llagas enormes que amenazaban con devorarlo desde abajo, tenían dientes, dientes feroces y hambrientos. Por eso arrastraba el cuerpo al compás de las órdenes y los látigos, por eso hubo marcas que ya nunca se le borraron de la piel, y enfermedades que le robaron las horas de escribir.
"Dolor infinito debía ser el único nombre de estas páginas. Dolor infinito, porque el dolor del presidio es el más rudo, el más devastador de los dolores". Así es: a mí me duelen sus letras, y estas, a mí me dolió ver el grillete, en una bóveda, a la altura de mis ojos, porque entonces imaginé el pie de aquel niño dentro.
¿Qué hice yo a los 17 años?, quizás andar medio distraída mientras que aquel niño se deshacía entre el sol, la sangre y la cal de las canteras; tal vez leer un libro o dormir después de las clases, y aquel niño sufriendo las injusticias de un régimen cobarde; o sentarme en algún parque con mi hermana, y él sin poder ver a las suyas, ni tomarlas de las manos, ni llevarlas a pasear.
El niño de las huellas de sangre, las llagas y el dolor, vive en mí a pesar de la distancia. Nació en un enero, uno como este, y casi doscientos años después lo siento "volver ciego, cojo, magullado, herido, al son del palo y la blasfemia, del golpe y del escarnio", pero con el nombre y las ideas intactas. Lo veo regresar con el grillete cuarteado. Deja las huellas al borde de mi cama, los poemas, la pluma. Se tiende bajo el colchón. Tiene 17 otra vez, pero no lleva en la frente el número 113, ni aquel uniforme que dolía. Busca algo dentro del pantalón, en el bolsillo, saca las manos despacio y me enseña, por primera vez, las cadenas rotas.
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