Oscar Domínguez G. (*)
Mi romance con Misiá Internet fue un extraño caso de amor a tercera vista. Cuando nos conocimos, no hubo ese big-bang o flechazo propio del primer enamoramiento.
Fui retrechero a sus encantos. Ella tuvo que pelar muchos cocos con la uña antes de hacerme doblar la cerviz de macho torpe y reacio a sus coqueteos cibernéticos, fiel a su Olivetti Lettera 22, que monta silenciosa guardia al lado del computador.
Mi novia virtual encontró en el suscrito a un rebelde sin causa y sin argumentos para acceder a sus encantos. Pero lentamente fueron cayendo mis reservas ante los nuevos vientos. Y empecé a conocer el abecedario del cachivache.
Internet nació de una costilla de la curiosidad humana que quería ratificar que el mundo es un pañuelo. Hoy estornuda la aldea global y nos resfriamos todos.
Una forma cómoda y sin estrés de hacer historia es viviéndola. Tenemos el privilegio -y la desgracia- de asistir desde ring side, por ejemplo, al bombardeo del paraíso. Gracias a CNN, y por cortesía de alguna marca de preservativos, las peores locuras del bobo sapiens invaden la intimidad de nuestra alcoba.
Vivimos en la soledad acompañada de internet. Ella lo contiene todo: prensa, libros, radio, televisión, fotografía, música, lúdica, correo electrónico, que convirtió a los carteros en periódicos de antier. Todo cabe en esa minúscula caja mágica. A internet apenas le falta el olor del periódico. O del libro.
La red es la respuesta al culto a la información y a la velocidad, opio del tercer milenio. Hay que asimilar rápido lo que sucede antes de que equis acontecimiento sea rebasado por otro. No hay tiempo de digerir la historia que nos llega por cuentagotas.
En segundos estamos conectados con medio mundo gracias a un escueto clic. En venganza por ningunearlo durante siglos, un pacífico ratón (mouse) nos tiene por su cuenta. El repugnante ciberroedor es nuestro brazo desarmado en internet. Un clic que se ha convertido en tic nos abre la nueva caja de Pastora, una vecina de Pandora.
Sin querer queriendo, internet está acabando con lo que quedaba de la privacidad. Los internautas que tenemos por patrona a Santa Tecla, virgen y por tanto mártir, nos la pasamos más tiempo navegando que amando. Los índices de lectura tradicional decaen al lado de este nuevo tirano del ciberespacio.
Las relaciones familiares o personales carecen del encanto del cara a cara: las hemos cambiado por la frialdad sin sexapil de una gélida pantalla. Hasta el erotismo pierde terreno ante al sexo virtual que alcahuetea la autopista de la información. Onán se daría un opíparo banquete bajando mujeres ligeras de ropa.
Está a la vuelta de la esquina el momento en que el creciente uso de internet figure entre las principales causales de divorcio, al lado de la infidelidad o los ronquidos de alguna de las partes. Abogados y médicos se especializan a marchas forzadas en el tratamiento a la nueva adicción.
Internet es la forma de ganar perdiendo que inventó el bípedo implume de hoy, enemigo de sí mismo. El hombre que mira ha remplazado al hombre que piensa, ha dicho el politólogo italiano Giovanni Sartori, Premio Príncipe de Asturias de ciencias sociales. No en vano es el gran descubrimiento de nuestro tiempo, como en otras lo fue el del fuego, la rueda, el cine...
Con el encanto adicional de que es un invento del cual somos protagonistas. Y eso que todavía está en pañales. Sostiene Bill Gates.
(*) El autor es periodista colombiano, colaborador de la agencia Prensa Latina.
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