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jueves, 6 de octubre de 2011

Cuando al terror se le puso alas (+ Vídeo)

Héctor R. Castillo Toledo

El 5 de octubre de 1976 un DC-8 de la aerolínea Cubana de Aviación taxea sobre la losa del aeropuerto de Timehri, en Guyana. Es un avión; para el argot cotidiano de la aeronáutica se trata del CU-455, dos letras y tres números apenas, un vuelo que pronto entrará en la historia, una trágica historia…
Son las 10:57 de la mañana del día siguiente cuando la aeronave enfila su nariz al aeródromo de Piarco, en Puerto España. Según la hoja de vuelo llevan 27 minutos de retraso, demora provocada por la espera de una delegación oficial de la República Popular Democrática de Corea.
La escala técnica en Trinidad y Tobago es breve.
Allí suben al avión, organizados pero con inusitado y contagioso bullicio, los 24 muchachos de nuestro equipo juvenil de esgrima. Vienen de regreso desde Caracas, de donde llegaron en un vuelo de la Pan American con los pechos henchidos por la gloria de todas las medallas áureas puestas en disputa durante el Campeonato Centroamericano y del Caribe de ese deporte.
Se me antoja que entre los chistes cruzados de un asiento a otro, hace las delicias de la muchachada aquel que iguala al vetusto DC-8 con el tren lechero por la cantidad de paradas que realiza la aeronave en su trayecto hacia La Habana. Puede que alguno empleara la broma mientras el pájaro de metal sale rumbo a Barbados, su próximo destino... el último, pero eso sólo lo sabe el Diablo encarnado por cuatro forajidos.

Hay tanto futuro, tantas ansias de vivir y deseos de reencontrarse con los suyos, que permanecen ajenos al meticuloso examen de las autoridades aduaneras, práctica que aplican desde un reciente y frustrado atentado a un avión de Cubana en Kingston, Jamaica. Entre las normativas figura no aceptar carga, correo, ni bultos sin acompañante; chequear el equipaje de mano y revisar si algún pasajero porta armas. La revisión no va más allá, el equipamiento utilizado por los custodios no está preparado para la detección de sustancias explosivas.
Media hora más tarde el bromista arremete de nuevo con que si un pitirre les hace señas paran a recogerlo, tal como hace el expreso entre Cienfuegos y la capital cuando las vacas le mueven la cola. Apenas han transcurrido 32 minutos desde el despegue en Puerto España y ya toman pista en el aeropuerto de Seawell, Barbados, y alguien recuerda que aún deben hacer escala en Kingston.
Varios pasajeros abandonan el vuelo; entre quienes dan por concluido su viaje se hallan Freddy Lugo y José Vázquez García (nombre falso con el que Hernán Ricardo Lozano adquirió su boleto), los sicarios empleados por los autores intelectuales del salvaje acto. Detrás de su estela con olor a azufre y odio ha quedado la carga mortífera, bien disimulada…, pero ya en conteo regresivo.
No ha transcurrido tan siquiera una hora cuando los motores ensordecen de nuevo con su rugido y el tubo metálico con alas devora metro a metro la pista que parece una cinta sinfín en alocada carrera. Alerones arriba. La rueda delantera se despega del hormigón y comienza la trepada, la última, la del salto al infinito…
Desde la torre los controladores de vuelo ven el punto alado alejarse en la distancia. Apenas se distingue. Prosigue el ajetreo del control de tráfico aéreo cuando la rutina es rota por un clamor en los audífonos…
    - ¡Seawell! ¡Seawell!... ¡CU-455!
    - CU-455… Seawell
    - ¡Tenemos una explosión y estamos descendiendo inmediatamente!
    - ¡Tenemos fuego a bordo!
    - ¡Cierren la puerta! ¡Cierren la puerta!
    - ¡Nos estamos quemando intensamente!
    - ¡Eso es peor! ¡Pégate al agua Felo, pégate al agua!
    - Cubana, este es Criwest 650. ¿Les podemos ayudar en algo?
    - Cubana, este es Criwest 650. ¿Les podemos ayudar en algo?
    - Cubana, este es Criwest 650. ¿Les podemos ayudar en algo?

Por respuesta sólo se escucha la estática en el éter. Silencio, nada más. Sabrá Dios adonde habrá volado el último pensamiento de aquellos 73 inocentes a quienes sentenció el odio irracional.
Siete lustros después del abominable crimen, las autoridades de los Estados Unidos, las mismas que niegan el regreso a Cuba de uno de los cinco luchadores antiterroristas cubanos presos desde hace más de trece años en cárceles de aquel país por el único delito de no haber declarado su condición de agentes extranjeros que infiltraron a los grupos extremistas que operan contra Cuba desde la Florida, se desentienden del negro historial criminal de Luis Posada Carriles, autor intelectual confeso del atentado junto a Orlando Bosch Ávila, indultado a finales de los ’80 por el entonces presidente George H. W. Bush, el hombre que estaba al frente de la CIA en el momento de la voladura del CU-455.
Ambos crápulas se radicaron el Miami, la sentina de la contrarrevolución. Bosch murió apacible y sin remordimientos de conciencia, igual que el otro que aún anda suelto y no se esconde para proclamar su inconclusa cruzada contra el proyecto socialista cubano.

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