Luis Toledo Sande
Es significativo pero no fortuito: al parecer, en Cuba ha disminuido el ardor con que, en lo más crudo del llamado “período especial”, se hablaba de su identidad, término —se sabe— tomado de la sicología. Los temas más frecuentados suelen ser los que más interesan, o preocupan, y la identidad cultural cubana rebasó circunstancias que, agravadas por el desastre del socialismo en Europa, la pusieron a prueba.
En los profundos cambios de una revolución verdadera, Cuba abrazó el afán de construir el socialismo, sin dejar de ser el país que era. Así consumaba el sentido popular arraigado en sus luchas por la independencia, y fortalecido frente a la agresividad de la mayor potencia imperialista, que aún ejerce la hegemonía planetaria, aunque sufre una crisis que va siendo costosa, cruenta incluso, para la humanidad.
Comparada con naciones milenarias, Cuba es notablemente joven, como otras que también vienen de larga raíz pero se han formado —en lo que son— a contrapelo del colonialismo desatado en la brecha de 1492. Este blandió en su avanzada, entre otras armas, la cruz enarbolada por Colón, y al menos un ejemplar de ese símbolo parece haberse hecho con madera de nuestros bosques, al igual que la hoguera donde fue quemado el rebelde Hatuey.
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Juventud significa un grado de maduración determinada. Lo hecho en Cuba tendría los tanteos y pininos propios de años de formación. Un niño, un adolescente y un adulto se afirman y adolecen de distintas maneras, pero el último pudiera sentirse o creerse más seguro de saber quién es.
Declaradamente a partir de 1961, Cuba intentó marchar en causa común con el campo socialista, llamado a contrarrestar, y finalmente vencer, la fuerza de la potencia imperialista que la acosaba con la complicidad de aliados y cipayos. Pero aquel campo se desmoronó, o lo desmontaron, y el mundo al que ello dio paso parecía decretar la evaporación de referencias para construir un nuevo modelo político y social, iluminado por la cultura propia de la justicia.
Para no extender estos apuntes con datos estadísticos, dígase que Cuba perdió, de golpe, las ventajas de relaciones comerciales que le permitían mantener el afán de equidad socialista. En función de ellas había sacrificado incluso la aspiración de romper plenamente su tradición de país monoproductor.
Experiencias como esa causan efectos en lo más profundo de la cultura, no solo en lo que gremialmente lleva ese nombre. La quiebra comercial exigió a Cuba reformulaciones de mercado y de economía para subsistir. La realidad impuso medidas que, dicho sintéticamente, hacían pensar con preocupación: “Para salvar el peso de la cultura, hay que salvar la cultura del peso”.
El país sigue bloqueado por la misma potencia imperialista. Pero, aun en medio de arduos reordenamientos internos, y de la más severa crisis sistémica del capitalismo —del que no es posible aislarse en urnas de cristal—, su realidad no es hoy la de hace una o dos décadas. Aunque la complejidad sea mayor, para los desafíos cotidianos de la existencia se puede pensar en peso. Y eso es cultura.
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Que hoy parezca hablarse menos sobre identidad cultural, puede ser indicio de cambios favorables: se le siente más segura. Pero debemos evitar los peligros de la excesiva confianza y la costumbre: ellas pudieran hacer menos efectiva la respuesta que se debe dar a los hechos en cada caso, como acto fundamentado y consciente, no por cumplir instrucciones.
En esferas donde no cabe confiar en la mera espontaneidad, es necesario que los organismos y las instituciones del país no solamente dispongan de una política clara y bien definida, que ya tienen. Una vez que se cuenta con ella, lo más importante es aplicarla correctamente para alcanzar el efecto deseado. No por casualidad el líder de la Revolución Cubana pronunció tempranamente sus Palabras a los intelectuales, y luego, en medio de grandes desafíos políticos y urgencias económicas, sostuvo que la cultura es lo primero que la nación debe salvar.
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Tampoco es cuestión de colaborar con las fuerzas que se han jugado su carta —para un triunfo que no alcanzan, ni el país permitirá que logren— a bloquear y mantener a Cuba apartada del mundo. Por ubicación geográfica, y por historia, ella se formó en una rica trama de intercambios culturales. Su primer gran poeta, José María Heredia, una de las grandes voces de la “preparación gloriosa y cruenta”, no fue mayor ni más cubano cuando cantó a la patria que cuando alabó las Cataratas del Niágara o compuso “En el Teocalli de Cholula”.
Erguido en el camino que abrió Heredia, y en la cima de los valores nacionales, Martí cultivó y legó a la nación una obra signada por la amplitud humana. De esa herencia viene Cuba, y llegó por ella a la etapa revolucionaria triunfal en la que, por voz de otro de sus grandes poetas, Nicolás Guillén, expresó estadios de realización desde los cuales lanzarse a nuevos logros. Junto a la búsqueda de tener lo que se tiene que tener —empezando por la justicia social y el decoro, sin ignorar otros bienes—, Guillén plasmó la conciencia de una nación cuyo carácter multiétnico la distingue tanto como la dignidad de sus pobladores.
En ese proceso se ha definido una identidad dinámica, irreductible a definiciones tópicas, y que no se atasca en la unicidad. Sería triste ver desaparecer de los campos el maíz, que remite a la cosmogonía de nuestra América; o el plátano, origen de la metáfora aplatanarse, aplicada a quienes, sin ser del país, se hacen a él, como el plátano mismo. El concepto cultura está raigal y etimológicamente unido a cultivo, y es necesario que la realidad material del país permita a las nuevas generaciones entender la imagen con la que el sabio Fernando Ortiz identificó la cultura cubana: un gran ajiaco.
Pero la condición de cubano y de cubana es mucho más que gustar del tabaco, oriundo de este suelo; o del café y el ron, bebidas que no se hacen con frutos originarios del país, y, además de regocijos a quienes los disfruten, aportan, como el tabaco, daños que no es anticubano señalar. La cubanía rebasa el saber bailar la música del país —nutrida de herencias varias, no solo africana y española— y jugar o gozar la pelota, deporte que identifica y apasiona a la nación, y no surgió en ella.
La identidad cultural cubana tampoco debe confundirse con el bohío. Necesario para quienes no podrían tener otro, ese tipo de casa ha ocupado espacio de distintos modos en expresiones literarias y artísticas, emblemáticas y entrañables no pocas de ellas. Pero no hay que presentarlo como un logro que la patria deba seguir cultivando. Si alguien reside en cogollos urbanos, y desea permutar para un bohío en el campo, hágalo. No le será imposible.
Por otra parte, mientras en quienes asedian a la nación cubana, y la quisieran estrangular, es orgánico el afán de mutilarle su cultura, el país debe impedir que le arrebaten lo que es suyo, y su cultura es su alma. No hay que defenderla menos que los recursos naturales y los medios de producción que se nacionalizaron revolucionariamente. Logrado el equilibrio que el paso de los años propicia, se valora con mayor acierto un proceso migratorio desatado inicialmente ante una Revolución popular que, por lo mismo que benefició a las grandes mayorías, no todos entenderían de igual modo.
La estampida de burgueses afectados, y de esbirros y sus cómplices, no debe propiciar que Cuba renuncie a nada que tenga altura y sea legítimamente suyo. La mayoría de la intelectualidad artística y literaria siguió fiel a la patria, y la política cultural ha trazado pasos concretos, que avanzan en los hechos, para que el país no renuncie a nada que le pertenezca.
Al margen de contingencias —entre ellas las generadas por la pasión—, y para mencionar pocos ejemplos, la música de Ernesto Lecuona, quien, según algún testimonio, acabó tocando piano en un restaurante canario; la obra de Jorge Mañach (y hasta la de algún obstinado en su rabia frente a la Revolución, como Guillermo Cabrera Infante); la sonoridad de Celia Cruz, de voz muy superior a su pensamiento, pertenecen a la cultura cubana, aunque algunos hayan querido negarlo.
Otra cosa —aunque se haga con las mejores intenciones, como revertir sectarismos; pero olvidando que toda cultura es más de una a la vez— sería afirmar que pertenecen a la cultura revolucionaria de Cuba. Son matizaciones de esencia, no quisquilla clasificatoria.
Asimismo, a una nación que lo es con su emigración —no confundible con caínes fratricidas, y ya fundamentalmente económica— es natural que su cultura le crezca más allá de sus lindes. Inclúyanse en el recuento los frutos del ajetreo internacionalista.
Clave de la cubanía
La identidad cultural cubana es mucho más profunda y viva que los lugares comunes utilizables para explicarla, aunque ellos pesen en esta historia y algunos estén unidos a pasiones genuinas. Al cumplirse medio siglo de la Campaña de Alfabetización, que transformó al país y lo más profundo y abarcador de su cultura, si se trata de representar esa identidad y la mejor actitud con respecto a ella, acaso nada sea más eficaz que una exclamación de Eduardo Saborit.
Se halla en su representativa canción ¡Cuba, qué linda es Cuba!, compuesta en uno de sus viajes por países europeos. En ella el autor del Himno de aquella Campaña, en la que participó activamente, expresó con respecto a la patria lo que puede reiterarse sin necesidad de idealizarla: “Quien la defiende la quiere más”. Y defenderla bien es quererla mejor. (Síntesis del trabajo original que puede leerse íntegro en el blog del autor)
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