Nada conmueve más que el llanto mezcla de dolor, rabia e impotencia de un padre. |
Del mismo modo a como antes lo hicieran Theodore Roosevelt en 1895 y James Carter justo un siglo después, en noviembre de 2010 Barack Obama, político e intelectual, tan extraordinario como manipulador orador y -por arriba de todo- comandante en jefe del ejército más tecnologizado, poderoso, vasto y asesino de la historia imperial de la Humanidad, publicó Of Thee I Thing: A Letter to My Daughters, primero de sus libros dedicado a los niños. Recordemos que los otros dos, destinados al receptor adulto y grandes éxitos de venta ambos, fueron Dreams From My Father y The Audacity of Hope.
Carantoñoso, papá Barack coloca en la portada del volumen de 31 páginas un polícromo dibujo elaborado por sus hijas, Malia y Sasha, con un perro adquirido por la familia tras llegar a la Casa Blanca.
En el breve texto, el “agua mansa” de Obama le habla a los niños del único país del mundo que le importa a su gobierno, el suyo, sobre trece personalidades, casi todas norteamericanas. Enfatiza en sus rasgos morales, el amor al prójimo, la bondad, la nobleza, el valor, algunas de cuyas cualidades este padrazo cree vislumbrar en sus bien enseñadas hijas.
Filántropo, el Premio Nobel de la Paz tan amante de la guerra, donó los ingresos de la venta del libro publicado por la editorial Random House “a un fondo de becas escolares para los hijos de los militares estadounidenses heridos o muertos en acto de servicio”. No se le puede culpar de sacar malas cuentas a Barack. Ni los fondos de un millón de best-sellers darían para indemnizar a los hijos, padres o hermanos de las personas asesinadas por sus militares a lo largo del planeta. Hoy día fundamentalmente en Afganistán e Irak.
En Kandahar, enclavada en la primera de las naciones mencionadas invadidas por la maquinaria castrense yanki, se escenificó el más reciente pero nunca último capítulo de la novela por entregas más macabra de la historia cercana. Allí, cual difundieron nuestros medios de prensa, un soldado norteamericano irrumpió en tres hogares de dos poblados próximos a su base durante horas de la madrugada, para aniquilar a sangre fría a 17 civiles.
Quemó a trece. Nueve de quienes perdieron la vida en la nueva masacre eran niños. A tres de ellos les reventó la cabeza con sus balas. Uno no superaba los dos años. Estas almas infelices nunca pudieron repasar las historias de vida del librito infantil lleno de buenas moralejas escrito por Obama, ni quizá tampoco el otro aquel del chivito que Bush II le leía a los niños de una escuela primaria norteamericana cuando le informaron al oído sobre el “ataque de Al Qaeda” a las Torres Gemelas.
El sargento Robert Bales, último de los seguidores de la masacre de Hadhita y posteriores cometidas por el US Army, tiene 38 años. Es padre de dos hijos, cuidados, gordos, seguros en otro hemisferio, donde mami les dice que su papi es un héroe, mientras ella le pone los cuernos para aplacar “el diablo en el cuerpo” que se ceba en sí tras los once años del patriota-paterfamilia en el Ejército (intenten ver Homeland, la teleserie Globo de Oro 2012). Mientras él lo aleja a su vez eliminando en medio de la noche a los vástagos “descartables” de los hombres del Afganistán usurpado: sin espacio en su geografía y su conciencia ya para más humillación (coranes quemados, bombardeos de drones -autorizado por Obama su empleo abierto doquiera desde hace escasos días- en bodas u otros actos civiles, violaciones, crímenes…).
Es muy probable que, durante la semana corriente entre la redacción de este comentario y su publicación, el ejército invasor promulgue un comunicado donde informe que el hombre estaba preso de la locura, deprimido, drogado o sin nada que hacer, tan lejos de casa y bajo el sol endemoniado del desierto. Como en Redacted, la película de Brian de Palma que denunciaba uno de los primeros de tales hechos genocidas perpetrados por sus colegas armados.
Tendrá frescos el lector en su memoria los “asesinatos deportivos” de los marines en Maiwand en 2010, con fotos-trofeos de cuerpos o miembros de sus víctimas, escarnecidas, bayoneteadas, orinadas… Es la Pax Americana. Bandazos colaterales en las poblaciones locales del Proyecto para el Nuevo Siglo Americano, diseñado para dominar todo el planeta.
Ni la de Maiwand ni la de Kandahar ni ninguna de las acaecidas en el actual teatro de operaciones resulta algo nuevo en el proceder del Ejército norteamericano, donde acampase. Es tristemente célebre la matanza de más de medio millar de civiles en My Lai, Viet-Nam, en 1968. A nadie que las haya visto pueden olvidársele las imágenes publicadas en marzo de 2011 -la revista alemana Der Spiegel fue la primera en difundirlas-, de soldados estadounidenses posando junto a los cadáveres de niños campesinos afganos.
Ni incluso esos mismos peones nativos tarifados de quienes siempre los imperios disponen en cada plaza sitiada podrán escaparse al ciclo de vejaciones, odio, prepotencia, rapacidad y exterminio del ejército invasor yanki. Ojalá este mensaje les llegue a esos pobres ilusos quienes, en Cuba, apuestan por “la mano tendida” de Washington. Su pago será un tiro en la cabeza de sus hijos en medio de la madrugada.
Nota del Editor:
Como afirma el autor, con el decursar de los días salen a la luz pública nuevas informaciones sobre el abominable acto. Las más recientes apuntan a que la matanza ocurrida el pasado domingo 12 de marzo pudo ser efectuada por varios soldados norteamericanos y no por un solo efectivo, tal como informaron las fuerzas extranjeras, según una tesis que sostienen un grupo de parlamentarios de ese país centroasiático.
A medida que la comisión legislativa indaga el hecho, más se aleja de la versión oficial del comando militar estadounidense, el cual atribuyó la masacre a un rapto de locura por estrés del sargento Robert Bales, residente en las afueras de Seattle, quien ha cumplido servicio tres veces en Irak y una en Afganistán.
Para los miembros de la comisión de investigación del gobierno y del parlamento, la realidad sería otra. Al dar cuenta de su visita al lugar de los hechos, la diputada Shakila Hashimi aseguró en el parlamento que entre “15 y 20 soldados asistidos por dos helicópteros habrían actuado en el momento de la masacre”.
Otra parlamentaria, Hamidzai Lali, refirió, sobre la base de testimonios, que “los militares estadounidenses capturaron a dos mujeres, las violaron y luego las mataron con armas de fuego”.
El Gobierno afgano exigió que el suboficial fuera juzgado por un tribunal afgano. Pero las autoridades estadounidenses enseguida lo sacaron del país. Primero a Kuwait y luego a una base militar en Kansas donde permanece bajo custodia militar.
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