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viernes, 8 de febrero de 2013

30 mil leguas de viaje al alma con Varela

Julio Martínez Molina

Carlos Varela forma parte de lo más entrañable de, al menos, tres generaciones de cubanos, y de la parte sensible, por fortuna mayoritaria a pesar de los pesares e invasiones bárbaras de música apócrifa, de todo un gran pueblo al que sin cesar rinde tributo en sus conciertos y al cual registra para el futuro -mediante vívido diagrama del presente- en su cancionística.
Él, quien ayudó sobremanera a configurar la voz de una época, integra esa fronda mítica de la música insular que tomó agua limpia de los manantiales de la canción cubana y nuestra madre trova para añadirle la verdadera poesía urbana; no la falaz con que suelen beatificar sin causa a otros hipogrifos sonoros meramente mercantiles de la posmodernidad cubana.
 
Le transfundió el encanto y los dolores de -sobre todo- ese período tan rico en tantas cosas y tan duro en tantas otras que medió para el país entre finales de los ´80 -“están tumbando fronteras”, “(…) las estatuas del osito Misha”,  “ahora que los mapas están cambiando de color”, “entre el quédate o vete”…: graficaba cismas históricos o circunstancias puntuales el autor de Siete- y esta actualidad mutante pero esperanzadora de hoy en la cual “el que está sentado en el contén” deberá de una vez trabajar con el fin de echar hacia adelante este tren a cuya caldera le echamos leña entre todos o nos perdemos de los rieles. Porque cuanto no puede continuar es aquello de: “al vecino le robaron la ropa del patio/ él se robaba el dinero de la caja donde trabajó/ a ti te roban cuando estás en un mostrador/ a ti te roban las ganas, te roban las ganas de amor... No me preguntes más por los condenados a vivir en la prisión/ no me preguntes más por los que robaron y ahora esconden su mansión./ Si todos se roban, todos se roban”.
Varela siempre será Varela, más allá de los treinta años de arte sobre sus costillas o el siglo que ojalá siga vivo. Volver (como lo hicimos en su concierto del teatro Tomás Terry) junto al hombre quien cree que la verdad de la verdad es que nunca es una supuso remembrar textos en cuyas letras entran o salen, entre ráfagas de genio, líneas alusivas a las dechas y endechas de muchos robinsones; a quimeras, utopías, ardores, pulsiones, fracturas, cambios generacionales del sujeto social.
Esta persona, quien bien sabe que “sin amor nada es posible”, retornó a reciprocar la ternura entregada por su público, fidelísimo al correr del tiempo, y estableció momentos mágicos de comunión con espectadores quienes, de tan atentos, parecían adivinarle las palabras de interacción con la gente entre un tema y otro. Recordó momentos duros de su vida, como el abandono de sus músicos en gira al exterior, lo cual lo sumió en depresión que Silvio le aconsejó combatir con un disco “a guitarra sol(o)a” y así lo hizo; aquel boxeador mundial retirado del deporte a los 24 años y muerto entre el alcohol; la pérdida de seres queridos, la negativa de la administración Bush a dejarlo entrar a Estados Unidos junto a otros colegas en 2004…, pero también felices como su llegada en los ´80 a Cienfuegos, gracias a su colega Lázaro García, a quien agradeció la presencia en el teatro; la difusión de su obra en Hollywood gracias al director mexicano Alejandro González Iñarritu, quien incluso la utilizó y de paso le abrió el camino a otros realizadores como Tony Scott, u otros pasajes dulces propiciados por la gracia de vivir. Lo supremo, al fin, a pesar de cuanto arrostremos, carezcamos, suframos, añoremos, busquemos, perdamos, pues siempre hay una pena en el fondo de tu era, aunque incluso conozcas La Habana, Nueva York y París: “detrás de todos estos años/ detrás del miedo y el dolor/ vivimos añorando algo/ algo que nunca más volvió”. El elemento del dolor siempre está presente de una u otra forma en la poética del “Dylan Cubano”.
El creador de Guillermo Tell, Jalisco Park, Siete,  Nubes, Una palabra, Como los peces, Foto de familia y tanta línea inmarcesible, acompañado por Aldito López Gavilán junto a los músicos de su orgánico equipo, compartió sus querencias e incredulidades, por conducto de canciones imperecederas, con las cuales deleitó al público cienfueguero durante más de dos horas.
Estrenó aquí (antes lo hizo en la capital) un tema dedicado a Cuba, según sus propias palabras, el cual tituló El árbol de los pájaros dormidos. Sugerente denominación para un número del cual al menos yo, en virtud de elogios previos escuchados, esperaba más en términos de letra; aunque sin embargo resulte en realidad menor dentro de la ejecutoria vareliana.
Treinta años sobre el escenario para un hombre de casi medio siglo representa la mayor parte de la vida entregado al arte, a beneficio del oyente. Son mucho más que treinta mil leguas de viaje al mundo, no submarino pero sí espiritual, interno, personal de millones de cubanos quienes lo llevan en su pecho, aun y cuando no estén obligados a compartir o tomar por verdades absolutas cada uno de los pareceres que, sobre casi todo o por lo menos mucho, emite el cantautor. Puesto que todos somos libres de entender el universo con arreglo a nuestras cosmovisiones políticas, ideológicas, morales, religiosas u ontológicas. Pensar se convierte en vital solo cuando así opera.

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