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domingo, 24 de marzo de 2013

Irak tras la barbarie de la guerra

Julio Martínez Molina

Intentar ponerse en la piel del otro es uno de los ejercicios más difíciles de emprender para algunas personas cuando no tienen dificultad alguna, están en un universo diferente del de los problemas o perdieron parte de la sensibilidad. Habría que ubicarse en el pellejo de cualquier padre irakí durante la invasión norteamericana en 2003; o en el de un enfermo hospitalizado; en el de las madres que daban el pecho; o en el de los anciano inmóviles por los dolores articulares o de otro tipo.
¿Qué hacer ante las bombas de la maquinaria militar más poderosa de la historia? ¿Hacia dónde ir?¿Cómo conectar los días y las noches con un puente de mínimo sosiego? No había salida; aun no la hay.

Este texto de un padre de Bagdad, escrito en 2006, bastaría para retirar a las tropas y no invadir nunca más nación alguna, de existir pizca de humanidad o decencia entre quienes dirigen o controlan el sistema en Washington:
“No puedo imaginar a un padre o a una madre que odia a sus hijos. Pero en nuestra miserable existencia, nosotros casi lo hacemos.
“Cualquier padre o madre en el 'Irak libre' de hoy pasa gran parte del día y de la noche en ascuas preocupado porque sus hijos van a la escuela, por si salen con sus amigos, por si se retrasan en llegar a casa... La agonía que empapa el sueño de sudor durante los prolongados cortes de electricidad en las inmisericordes noches asfixiantes del verano de Bagdad es un dolor sordo de impotencia y furia en el corazón.
“La mayor parte del tiempo lo pasas enfermo de preocupación por su seguridad y bienestar. Saber que están en peligro constante te consume. Te come vivo. Entonces te das cuenta de que es tu amor por ellos lo que te está matando. Empiezas a odiar ese amor”.
Después de la destrucción de los cohetes cruceros de dos lustros atrás, cuanto vino tampoco dio pie a descanso alguno para 26 millones de seres humanos (21 sin los refugiados) en tensión perenne entre asaltos en la madrugada, violaciones, comercio de mujeres y niños, limpieza étnica, tráfico de órganos, aniquilación del aparato académico con pensamiento antagónico, masacres a civiles, humillaciones colectivas, asesinatos en los controles militares o las calles bajo simple sospecha, desplazamientos masivos, torturas, atentados suicidas, patrimonio documental e histórico arrasados, desempleo -análisis independientes lo sitúan en el 35 por ciento de la población laboralmente activa-, desabastecimiento, pobreza (el ministerio de planificación planteó la necesidad de unos 6 mil 800 millones de dólares para reducir sus márgenes)…
Y, además, incremento exponencial de las enfermedades (en 2005 la tasa de personas con cáncer producto de cientos de toneladas de municiones de uranio empobrecido y otros desechos tóxicos arrojados allí llegó a mil 600 casos por cada 100 mil habitantes; un estudio de 2010 evidenció que la tasa de defectos cardíacos en Faluya es trece veces mayor que la tasa europea, y la de defectos de nacimiento relacionados con el sistema nervioso, 33 veces superior a la de Europa en la misma cantidad de partos); falta de educación (si bien el 90 por ciento de los niños inician la escuela primaria, solo la concluye el 40; el 30 por ciento de las mujeres comprendidas entre los 15 y 25 años son analfabetas); violencia; lucha sectaria, escasez de u millón de metros cúbicos de agua al día; infraestructura destruida, confiscación de propiedades a los moradores con derecho legítimo, situación calamitosa para los derechos de las mujeres y las niñas... 
Un millón de vidas perdidas, otro tanto de heridos, cinco millones de desplazados, una cifra incontable de viudas o huérfanos y 80 mil mutilados -según registro médico- ha dejado como saldo siniestro la barbarie imperialista en la parte agredida; así como 4 mil 488 miembros del propio ejército invasor.
La inmersión sin salida del país asiático en sangrienta guerra civil, corrupción galopante (la peor entre las naciones árabes) y el descenso a niveles de miseria sin precedentes resultan otras de las consecuencias de aquel ataque el 20 de marzo de 2003, articulado sobre la base de un pretexto falso -como tantos episodios bélicos o escaramuzas estadounidenses a lo largo de la historia- y cuyo desarrollo en el tiempo lo financió en buena medida el contribuyente norteamericano a precios indecorosamente escandalosos, bien divulgados a través de nuestra prensa. Solo acotar que el premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz estimó los costos totales de la guerra de Irak sobre la economía de Estados Unidos, incluyendo los que requiere la atención a la salud de los veteranos, en más de tres billones de dólares. Y eso fue hace dos años.
Destrucción, horror, no futuro. Tal es el destino de un país ocupado e invadido sin conmiseración alguna para la población civil. Es cuanto están planificando para Siria y tienen en mente para Irán desde el Proyecto del Nuevo Siglo Americano, en 1997. Se trata de la versión 3D de la Pax Americana. Cuando no la conquistan a golosinas, lo hacen a misiles. Resistir cohesionados representa la única medida de prevención, en cualquier nación.

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