Recuerdo vívidamente el juicio de Alan Gross. Fui uno de los periodistas invitados. Entró con desenfado, dispuesto a ofrecer el mejor de los espectáculos, en una porfía legal que pretendía ganar con la sonrisa tímida del hombre ingenuo y sorprendido que no era, y la prepotencia en la mirada. Negocios son negocios, nada personal, más aún si son los negocios del imperio. Había rehusado comer en exceso en los últimos meses, y se veía más delgado, mucho más enfundado en una guayabera que medía dos tallas más que la suya. Gross no es un hombre joven. No es un inexperto. Apostaba a la imagen, a los estereotipos, a su ciudadanía. Los médicos sin embargo aseguraron que el peso perdido contribuiría favorablemente a su salud. Prueba tras prueba, la imagen ensayada se vació. Ese día conocí al escritor cubano Raúl Antonio Capote, hasta entonces considerado “disidente”, es decir, contrarrevolucionario. Era más que eso; desde el año 2005 trabajaba para la CIA, aunque en realidad era un agente de la Contrainteligencia cubana.
Cuando llegó, una sombra agorera pasó por los ojos del subcontratista. Los supuestos afanes solidarios de Gross a favor de los judíos en Cuba se desinflaron en las declaraciones de los propios directivos de esa comunidad.
Condenado, ¡qué osadía!, pensó. No porque no supiese que su misión era ilegal, sino porque se imaginaba impune. Creo que hasta esperó con cierta impaciencia el rescate de marines aerotransportados, o quizás, la salvadora aparición de Spiderman, de Mr. Increíble, de Superman. Pero nadie llegó a por él. Dijo después que no había sido advertido, y alguna razón tenía: no le dijeron que Cuba es un país distinto, que no teme. Y cuando comprendió que los políticos se desentendían, exclamó que había sido traicionado. La esposa llevó su ira a los tribunales estadounidenses, y reclamó una indemnización de 60 millones de dólares a los contratadores, pero estos actuaron con la misma prepotencia inicial de Gross. Nada podía reclamarle a la CIA, al Gobierno de su país, pues él sabía que realizaba una acción encubierta de inteligencia, para instaurar –usemos sus propios términos, qué más da–, la “democracia”. La empresa Development Alternatives Inc. (DAI) que lo subcontrató, a su vez contratada por la USAID, se defendió como pudo: revelando las notas de sus conversaciones con esta última. La misión era una encomienda de Washington y la USAID se comprometía a proteger la identidad de los contratistas y de sus asociados, dado el riesgo que corrían. Gross no era ajeno a ello. Fue seleccionado porque tenía experiencia en el cumplimiento de misiones similares en otros países. Incluso en Cuba. En el 2004 había llegado al país para cumplir un encargo de Marc Wachtenheim, entonces director y fundador de la Iniciativa para el Desarrollo de Cuba en la Fundación Panamericana para el Desarrollo, o FUPAD. Su contacto en La Habana era José Manuel Collera, líder de una asociación fraternal, y en el juicio del 2011 se revelaría que, al igual que Capote, también era agente de la Contrainteligencia cubana.
Hay ladrones de pistola en mano, y ladrones de cuello blanco; hay mercenarios (contratistas) para la guerra, que matan por dinero, y mercenarios (contratistas) para misiones sofisticadas. Eso era Alan Gross. El apelativo de contratista es el eufemismo empleado en una sociedad donde todo se compra y se vende. Su tarea era suministrar a sus contactos cubanos (no precisamente de la Comunidad Hebrea) los Broadband Global Area Network, BGAN, equipos de comunicación satelital de última generación, que posibilitarían la conexión en Cuba de banda ancha a Internet, las llamadas telefónicas internacionales y la configuración de redes Wi-Fi, para la generación o recepción de contenidos de inteligencia y/o que promuevan la subversión. A pesar de que esos equipos no son fácilmente rastreables, Gross plasmaría por escrito su preocupación de que en el interior del país la Seguridad cubana podría detectar las trasmisiones. “El descubrimiento del uso de BGAN sería catastrófico”, escribió Gross, una afirmación que revela su conocimiento de riesgos. Pero la presencia de Capote en el juicio lo inquietó. Aquel había recibido en el 2007 el primer BGAN entregado en Cuba. Como “agente CIA” el equipo serviría a Capote para el envío a Langley de informaciones de inteligencia. Sin embargo, en las semanas previas presentó problemas técnicos, y su oficial CIA, René Greenwald, anunció la llegada a La Habana de un emisario que cambiaría la vieja tarjeta por una nueva. Hubo un instante en que coincidieron en Cuba Greenwald, Wachtenheim y Gross. El primero suspendería repentinamente sus actividades –entre ellas, un encuentro con Capote–, y regresaría a los Estados Unidos. El segundo lo imitaría apresurado. Capote los contacta y estos le dicen por las claras que debe esconder o destruir el BGAN. “Es muy peligroso para ti, para mí y para alguien que cayó preso”, escribe Greenwald. En otros mensajes aluden a esa persona detenida, incluso por su nombre, como el emisario que traía la nueva tarjeta.
La Supernación es cínica. Su concepto de justicia se adapta a la percepción del más fuerte. El websitio Contrainsurgentes acaba de publicar el listado de los agentes CIA en el mundo, país por país. Son los visibles, en la lista no están los “tipo 002”, ni se enumeran los llamados contratistas, como Gross, los que actúan en los entramados oficiosos de la USAID o la NED. Aquí es donde el individuo desaparece, muy a su pesar. La discusión no es en torno a una persona. Sus cálculos de hombre de negocios naufragan. Su contrato en La Habana llegó a estipular el cobro final de 332 334 dólares, de los que solo alcanzó a recibir 65 132. En días pasados, perdió definitivamente la reclamación monetaria de compensación contra la DAI, recurso que intentaba convertir su encierro en otro negocio rentable. La discusión es en torno al derecho de intervención que se arroga el Gobierno estadounidense, en los asuntos internos de todos los países y especialmente de Cuba; de organizar y de financiar la subversión interna en aquellas naciones donde los gobiernos no se pliegan a sus intereses. El “suave” Obama, en su primer mandato, aprobó más de 120 millones de dólares para el cambio de sistema en Cuba, más dinero del que Reagan o Bush hijo concedieran para iguales propósitos. Una cifra que no incluye el destinado por las agencias de inteligencia.
Los voceros del Departamento de Estado insisten en que su caso no se parece al de los Cinco héroes cubanos. Coincido plenamente. Son muchas las razones, pero enumero tres:
– Los cubanos no permanecían en territorio estadounidense con el propósito de subvertir el sistema de ese país, ni imponer allí un Gobierno afín a los intereses cubanos. El propósito de estos era por el contrario impedir acciones terroristas y subversivas en territorio cubano o norteamericano;
– Los cubanos no trabajaban por dinero. No eran “contratistas”, es decir mercenarios. Lo hacían por convicciones, por patriotismo;
– Las condiciones de confinamiento de los cubanos en los Estados Unidos han sido abusivas, violatorias de sus derechos –constantes aislamientos, celdas de castigo, y en algunos casos, negación de visas a sus esposas, y obstáculos para sus abogados–, mientras que Gross ha recibido en Cuba un tratamiento diferenciado, cumple su condena en una celda con aire acondicionado y un menú que atiende sus necesidades médicas. Abogados, familiares y políticos norteamericanos han podido visitarlo con libertad, y a pesar del trato médico permanente que recibe, se autorizó recientemente la visita de médicos de su país. Los cubanos, por demás, han cumplido ya quince años en cárceles norteamericanas, mientras que Gross apenas tres.
Es absurdo condenar la defensa, e ignorar la agresión. Ya que están en la misma guerra, la que impuso a Cuba el Gobierno de los Estados Unidos –este por derribar el sistema cubano, elegido por su pueblo; Cuba, por impedir que esto suceda–, y pese a que los Cinco cubanos no son “contratistas” sino héroes, la simultánea condonación de las penas de aquellos y la de Gross sería un acto de paz razonable. Quiero recordar estas palabras de René González, tomadas de su alegato de defensa en el amañado juicio a los Cinco:
Ni la evidencia en este caso, ni la historia, ni nuestros conceptos ni la educación que recibimos apoyan la absurda idea de que Cuba quiera destruir a los Estados Unidos. (…) Y si se me permitiera la licencia, como descendiente de norteamericanos laboriosos y trabajadores, con el privilegio de haber nacido en este país y el privilegio de haber crecido en Cuba, le diría al noble pueblo norteamericano que no mire tan al sur para ver el peligro a los Estados Unidos.
Aférrense a los valores reales y genuinos que motivaron las almas de los padres fundadores de esta patria. Es la falta de esos valores pospuestos ante otros, menos idealistas intereses, el peligro real para esa sociedad. El poder y la tecnología pueden convertirse en una debilidad si no están en las manos de personas cultivadas, y el odio y la ignorancia que hemos visto aquí hacia un pequeño país, que nadie aquí conoce, puede ser peligroso cuando se combina con un sentido enceguecedor de poder y de falsa superioridad. Regresen a Mark Twain y olvídense de Rambo si realmente quieren dejar un mejor país a sus hijos. (Tomado del blog del autor)
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