¡Y ahora, ¿qué?! |
En los tiempos de Esopo no existía Internet, de lo contrario el esclavo emperador de la fábula hubiera compuesto una más o menos semejante: Había una vez un hombre indocto quien, avergonzado, quiso aprender, tomar conocimientos de todas las materias, y leyó durante 24 horas por 24 años trillones de páginas de Google. Tras casi un cuarto de siglo “estudiando”, tan solo fue capaz de poseer meras referencias evocativas.
Google es aquí la excusa, el chivo expiatorio, el Maine del comentario. Pese a ser un motor de búsqueda portentoso que, bien empleado, puede generar resultados fabulosos, ni la maravilla de Sillicon Valley ni nada en este mundo suplanta la función de la lectura sistemática en tanto resorte imprescindible para la adquisición de cultura, la formación de herramientas epistemológicas e instrumentos teóricos. Sea dicha lectura cual vía fuere; da igual la forma de inscripción, transmisión y circulación de textos, el “prediluviano” volumen físico de papíricas hojas o la tableta, en tanto a partir de ahora no importará ya más el continente sino el contenido. La textualidad electrónica es igual de valiosa.
Nuestro inolvidablemente gigante Alejo Carpentier pensaba que “la inteligencia es la capacidad de asociación”. Y a la asociación se llega tras la sedimentación cultural proporcionada mediante el contacto directo con las fuentes literarias, audiovisuales, musicales, danzarias, plásticas…, a través del cruce y la puesta en diálogo/contraposición de saberes múltiples, cuya ignición arranca un mecanismo kinetoscópico de apreciar los procesos culturales o de cualquier género. Vasos comunicantes, interrelaciones e interconexiones solo pueden establecerse sobre la premisa insustituible de justipreciar un amplio tinglado propositivo autogestionado por el individuo, más allá de las posibles ayudas académicas desde el nivel primario al universitario. Un título no asegura nada tampoco. Determinado psicólogo podrá conocer hasta el color de las heces fecales del perro de Pavlov, pero si no se mete en la mente, en el corazón de Raskólnikov, el personaje central de Crimen y castigo, no conocerá el sabor de la culpa, el olor del miedo.
Con independencia de eras tecnológicas, telefonitos “sabelotodos” y que Arnold eliminara las bibliotecas escolares cuando era gobernador de California por “obsoletas”, para poder interpretar, valorar, jerarquizar, decantar es preciso leerse desde ese Dostoievski —de la obra citada— hasta todos los escritores rusos, franceses, ingleses, norteamericanos. A los pensadores de ayer, hoy y mañana. Resulta necesario ver a Vertov, Pudovkin, Murnau, Lang, Clair, Keaton, Flaherty, Ford, Hawks, Wilder, en pos de comprender no solo la protohistoria, historia y decurso del cine, sino a fines de asimilar sus estrategias discursivas, el porqué de los movimientos de cámara, montaje, ritmo, narración.
En escaso margen de tiempo la humanidad se ha desplazado de la cultura letrada a otra de la imagen y a la posterior, actual, de la cibercultura. A diferencia de quienes solo ven en el último estadio la bisagra para el paso a un peldaño de involución intelectual, otros más optimistas confiamos en una suerte de posible cohabitación. Hay estadísticas, bien discretas aún, pero tendentes a otorgar esperanza a tal reflexión. Por ejemplo, cada vez son más los nativos digitales interesados en descargar obras maestras del cine, clásicos literarios, discos legendarios.
Conozco jóvenes quienes, aquí en Cuba, visionan en 2013 L´Atalante (Jean Vigo, 1934) o leyeron —casi completos— en sus laptops a Don Winslow, Roberto Bolaño, Philip Roth, Haruki Murakami, J.M. Coetzee, lo cual no han podido hacer sus padres o abuelos ni por la vía gutenbergiana ni por ninguna, puesto que son grandes autores contemporáneos no publicados por las editoriales nacionales. Estos jóvenes existen, pero en realidad son pocos, no solo debido a las aún escasos volúmenes de enlace a la red y reducidísimos márgenes de conectividad (descargar una película en conexión por módem demanda una jornada, si se logra); sino además a que estas preferencias estéticas pertenecen, por regla —y al margen de épocas—, a minorías. Son muchachos estudiantes de Cine, profesores, ciertos alumnos de carreras universitarias de Humanidades, narradores que envían sus cuentos al “Onelio”, autodidactas empedernidos de siempre. Pero ahí radica la esperanza.
En realidad, quien no sucumba a los encantos apócrifos de la navegación y, en cambio, extraiga la buena leche de esa ubérrima teta, estaría en capacidad de almacenar, indexar, interpretar e incorporar cultura a su acervo como nunca antes en la historia. No se trata de “googlear” sin ton ni son, sino de saber adonde ir, qué buscar. Quizá no pueda acudir nunca en persona al Hermitage o halle dificultad para ver el filme/plano secuencia El arca rusa, de Alexander Sokurov (sobre el museo sanpetersburguiano), pero puede entrar en cambio a la Biblioteca de la UNESCO u otros sitios digitales y darse un paseo virtual bastante instructivo. Ahora bien, si para “saber” de algo, se remite a los titulares de Yahoo, de ese pozo no sacará tanta agua “limpia” como el último escote que se le bajó a no sé quien o el anillo hurtado a la otra: lo de siempre allí. Claro, desligar el grano de la paja demanda método, aprendizaje, enseñanza, Cultura.
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