Ricardo Alarcón
Ferguson no es un lugar cualquiera. Pertenece a Missouri, estado ubicado hacia el centro del territorio norteamericano en el llamado Medio oeste, pero que desde su incorporación a la Unión lo hizo como parte del bloque esclavista sureño y su nombre va asociado indisolublemente al afán de perpetuar y extender la esclavitud en la nueva República. Los medios recuerdan que se trata de un suburbio de la gran urbe de St. Louis y que su población, mayoritariamente negra, es gobernada por blancos como lo son también el 90% de los policías.
El 9 de agosto Michael Brown, un adolescente afroamericano, desarmado, fue asesinado con seis balazos, dos de ellos en la cabeza. El agente que le disparó no ha sido castigado y fue proclamado héroe por el Ku Klux Klan que recauda fondos para su defensa.
El crimen ha generado protestas que continúan y en las que se juntan negros y blancos como la anciana judía, sobreviviente del Holocausto, arrestada por condenar la brutalidad neofascista. En otras partes del país se levanta la solidaridad.
La pequeña ciudad es un verdadero campo de batalla. Hay toque de queda y por sus calles circulan vehículos blindados, fuertemente artillados, de una policía militarizada a la que se suman tropas de la Guardia Nacional. Esta última ya dio muerte a otro joven en St. Louis.
Es algo que se repite con demasiada frecuencia y que mucho tiene que ver con el incremento de la represión interna a partir del régimen de W. Bush y la Ley Patriota. Desde entonces el Pentágono y el Departamento de Seguridad de la Patria suministran a
los cuerpos policíacos municipales tanques, artillería, morteros y gases lacrimógenos y arman a sus comandos SWAT. No siempre todas las víctimas son negros. En octubre de 2005 dos jóvenes, igualmente desarmados, fueron acribillados en otra acción impune y uno de ellos, casualmente, se llamaba también Michael Brown.
Pero el suceso más reciente subraya las hondas raíces del racismo en aquella sociedad.
Allá, en Ferguson, muy cerca de donde ocurren ahora las indignadas manifestaciones, está el cementerio Calvary, en la Avenida West Florissant, que guarda, en humilde tumba, los restos de Dred Scott.
Quizá pocos lo recuerdan pero él fue protagonista de una pelea que no debería olvidarse. La libró pacíficamente, sin violencia, impulsado sólo por su amor a la libertad. Scott creía apasionadamente en su derecho a ser un hombre libre.
Procedente de otro estado donde no había esclavitud se empeñó en comprar su emancipación y ante la negativa del amo, un rico propietario de Missouri, recurrió a los tribunales.
Litigó durante once años a todo lo largo del sistema judicial. Finalmente la Corte Suprema de Estados Unidos, en 1857, al rechazar su petición, emitió uno de los fallos más vergonzosos de su historia en el cual, entre otras cosas, afirmó que los negros son “seres de un orden inferior y no adecuados para asociarse con aquellos de raza blanca, tanto en relaciones sociales como políticas y son tan inferiores que no tienen derechos que los hombres blancos deban respetar”.
El veredicto coincidía con la recién promulgada Ley de Esclavos Fugitivos que establecía la obligación de capturar y devolver a los siervos escapados a quienes negaba la posibilidad de recurrir a los tribunales. Se calcula que más de veinte mil huyeron a Canadá. Uno de ellos describió aquellos días como “el comienzo de un reino de terror para la gente de color”.
Luego vino la abolición del oprobioso sistema y la Guerra Civil y un siglo más de luchas hasta que, en 1964, con la Ley de Derechos Civiles, fue reconocida, en el papel, la igualdad de negros y blancos.
Pero todo indica que, en el corazón de Norteamérica, aun impera la infamia racista y su reino de terror. (Tomado de Progreso Semanal)
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