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miércoles, 24 de febrero de 2016

'Yo no me parezco a Fidel. Fidel se parece a mi'

Raúl, Fidel y Ramón en un aparte durante las sesiones previas del XVII Congreso
de la CTC, en ocasión del otorgamiento al mayor de los hermanos del título de
Héroe del Trabajo de la República de Cuba
Héctor R. Castillo Toledo

Era verano. No logro precisar si de 1985 o del 86, pero había calor y bañistas refrescándose en la bahía. Lo recuerdo perfectamente pese a tampoco conseguir descifrar el mes en cuestión, aunque supongo por los detalles que discurría alguna fecha entre junio y agosto. No lo sé a ciencia cierta, ni creo importe mucho...
Para mi, en el ímpetu de mis veintitantos años, era un día normal, como otro cualquiera, mas la vida me deparaba una sorpresa personal que aportaría razones suficientes para conservarlo desde entonces en la memoria como el de una experiencia inolvidable, de esas que se guardan por siempre.

Llevaba apenas dos-tres años en el periodismo, y atendiendo un reclamo de trabajo de la dirección de nuestro entonces diario debí acudir poco después del mediodía de la fecha de marras a la Casa de Protocolo en La Punta. Nadie la conocía con ese nombre, que entonces me sonaba rimbombante. Todos acá le decíamos la 'Casa de Fidel', porque en sus frecuentes visitas a Cienfuegos el líder de la Revolución acostumbraba a usar la residencia para atender personalidades, puntualizar planes vinculados con el desarrollo industrial del territorio... Se tejían historias, unas reales, otras fabuladas, de Fidel nadando al fondo de la casa o caminando sin escolta por la única callecita de aquella prolongación de tierra, temprano en la mañana, para asombro de vecinos a quienes saludaba con total naturalidad, como si aquello fuera lo más normal del mundo, aunque para él lo fuera.
"Castillo, llégate allá y busca a Bernia, él te entregará unos documentos que el primer secretario* quiere que revisemos antes del Consejillo para confrontar las cifras con las del trabajo de ganadería previsto mañana", me dijo Mirta Azalia, la directora.
No suponía complicación alguna la tarea. A Luis Bernia, administrador del Comité Provincial, le conocía de sobra; existían vínculos de trabajo, pero desde antes, más de una década atrás, habíamos trabado amistad casi familiar por varios hechos: ser amigo personal de mi suegro, yo profesor de sus hijos cuando cursaban el séptimo grado en la ESBEC Félix Edén Aguada, y Marta, su esposa, compañera nuestra de trabajo en el Periódico.
Bajé con uno de los choferes de nuestra entonces rebosante piquera. Le indiqué el destino y partimos en busca de los papeles cuya revisión precisaba estar lista antes de las tres de la tarde, 'la hora del trucutú', como llamábamos al momento en que reunidos los jefes de equipos y la dirección se decidían los contenidos de la portada del día y los materiales para la edición siguiente.
Los periódicos, antes y ahora, funcionan como el engranaje de un reloj: falla una pieza y se atrasan o en el peor de los casos se detienen, con la consiguiente repercusión en el resto de los eslabones de una larga cadena cuyo extremo final hoy los más viejos en el oficio extrañamos. 'Analógico' (o más bien de 'palo', como nos gusta decir en el argot del gremio) el de entonces, compuesto a golpe de máquina de escribir, linotipos, plomo y planchas, había margen de cuando menos una hora y media para usar el informe y regresarlo, pero la premura del cierre ya pendía como eterna espada de Damocles.
Tal vez por eso siempre andábamos de corre-corre, ya hoy no tanto. Lo cierto es que devoramos Prado y Malecón 'a todo Waz', doblamos derecha en la Rotonda y luego izquierda justo donde termina la avenida cero, la más corta de esta urbe marinera, para enfilar a la Casa de Protocolo.
"Ni apagues, que esto es recoger los papeles y virar en redondo. Ve dando la vuelta mientras regreso", le dije a Sergito, el chofer de guardia aquel día.
Abrí le pequeña verja, recorrí la decena y media de metros hasta la puerta principal, toqué como elemental regla de urbanidad y a la orden del 'adelante' que escuché dentro giré la manilla y transpuse el umbral. Ya dentro un escalofrío me recorrió el cuerpo de pies a cabeza, mientras quedaba paralizado en medio de aquel salón, al tiempo que él, sonriente, se levantaba del sillón con la diestra extendida y unos papeles que evidentemente había estado hojeando, en la otra.
"¡Qué te pasa muchacho!", dijo. Y yo mudo, de una pieza, aunque con los pensamientos  a mil revoluciones por segundo, mientras él sacudía mi mano, inconscientemente levantada en respuesta al saludo de aquel, que, todavía recuerdo nítido, entonces se me antojó el mismísimo Fidel Castro.
Debo haber palidecido. Pienso yo. Porque tal vez acostumbrado a situaciones como aquella, él decidió terminar con mi evidente perplejidad.
"No, no soy Fidel, soy su hermano Ramón", recuerdo le escuché bajito, como si estuviera muy lejos...
Yo al fin logré articular palabra y balbucear algo así como: "Perdone, pero es que usted se parece tanto a él que...".
No me dejó terminar. Tiró su mano sobre mis hombros, le dio una voz a Bernia que  salía de la cocina, y enterado ya de estar en presencia de la persona comisionada para llevar al periódico el informe sobre ganadería, le indicó mientras reía con cierto aire pícaro y socarrón, "chico, ve y tráele una taza de café a este muchacho que aún está asustado".
Fue entonces que caí en cuenta de que el extraordinario parecido en el rostro de los hermanos me había jugado una mala pasada, pues otros elementos evidenciaban que, por supuesto, aquel causante de mi asombro no era el Jefe de la Revolución. La estatura si era más o menos la misma, pero la complexión y la voz algo gangosa hacían la diferencia, al igual que la vestimenta. Ramón llevaba ropa de trabajo: un pantalón de mezclilla, botines y camisa de caqui que evidentemente hacían contraste con el eterno verde olivo al que nos tenía acostumbrado, de siempre, el líder cubano.
No creo que transcurrieran ni diez minutos de nuestra charla mientras me explicaba, para colmo mesándose la barba igual que Fidel, los detalles que era preciso contrastar con los datos del reportaje emplanado y listo para salir a la mañana siguiente. A lo sumo serían seis o siete, pero a mi me parecieron una eternidad. Bebí la taza de café de un tirón y ya en el saludo de despedida tuvo a bien corregirme mi expresión de cuando al fin logré abrir la boca tras el pasmo inicial del encuentro.
"Mira, me sucede a menudo con muchas personas y casi todas me dicen lo mismo que tú, pero no es cierto. Más grande que él no habrá uno igual en mucho tiempo, eso es indiscutible, pero yo no me parezco a Fidel, él se parece a mi porque yo le llevo un año".
Y cuando dijo esta última parte de la frase volvió a reír con picardía, como un muchacho que acababa de hacer un chiste, mientras me daba par de palmadas en la espalda.

Ramón Castro (derecha), a la sazón director del Plan Especial Genético Valle
de Picadura, acompaña a Fidel y al presidente francés Francois Mitterrand, en
ocasión de la visita de éste a Cuba en octubre de 1974. /Foto: Arnaldo Santos






















(*) Se refiere a Humberto Miguel Fernández, entonces miembro del Comité Central y primer secretario del Partido en la provincia de Cienfuegos.

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