Después de cuatro años de un proceso de negociación arduo, difícil y por momentos sumamente frágil, el gobierno colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) concretaron la víspera un acuerdo de paz de aliento histórico para poner fin al conflicto armado más antiguo del continente. El documento fue firmado en Cartagena de Indias, en presencia de mandatarios y personalidades destacadas de la comunidad internacional, por el presidente Juan Manuel Santos y el máximo dirigente de la organización guerrillera, Rodrigo Londoño, alias Timochenko.
El suceso es sin duda saludable y reconfortante, en la medida en que abre la perspectiva de superar la guerra y su cauda de pérdida de vidas, crear las condiciones para el retorno de miles de desplazados a sus tierras, hacer justicia por los crímenes de lesa humanidad cometidos por ambos bandos durante el conflicto, consolidar la vida democrática del país y alentar el desarrollo económico de Colombia.
No debe perderse de vista, sin embargo, que la terminación formal de la guerra es apenas el inicio para la construcción de la paz, un proceso que debe empezar por la aprobación ciudadana de los acuerdos, en un referendo programado para el próximo 2 de octubre, así como en la ratificación, en el Legislativo, de diversas modificaciones legales previstas en los acuerdos firmados ayer. Aunque de acuerdo con los sondeos de opinión el sí a los acuerdos tiene grandes probabilidades de triunfar en la consulta, hay sectores políticos y corporativos interesados en torpedear el proceso de pacificación, dirigidos en su parte visible por el ex presidente Álvaro Uribe Vélez, quien ayer mismo encabezó en Cartagena una manifestación contra la paz con olor de provocación.
Pero incluso en el escenario de que el acuerdo de paz sea aprobado por la población y dotados de sus necesarios documentos complementarios por el Congreso, debe tenerse en cuenta que las inercias de la violencia no necesariamente se detendrán de manera automática, y tal vez resulte inevitable la persistencia de núcleos irreductibles en uno y otros bandos. Pero ese fenómeno marginal es consustancial a cualquier proceso de paz y cabe esperar que tanto las partes firmantes como la sociedad tengan la capacidad y la tenacidad requeridas para impedir que altere el curso de la pacificación.
Para finalizar, América Latina asiste en Colombia a un momento clave de su propia historia, sin precedentes desde que culminaron, en los años noventa del siglo pasado, los acuerdos de paz en las naciones centroamericanas –Nicaragua, El Salvador y Guatemala– en las que se desarrollaban conflictos armados heredados de la guerra fría. Ahora, como entonces, se ratifica el anhelo de los países de la región de vivir en paz, legalidad y democracia.
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