Julio Martínez Molina
Mediante El castillo de la pureza (Arturo Ripstein, 1972), una de las películas más visionarias e iluminadas de los años ´70, el realizador mexicano contribuyó a configurar la toponimia de un cine posterior anclado al leiv motiv del sujeto y el miedo al exterior -al Otro en sentido amplio- manifiesto en las clases medias/altas de las sociedades contemporáneas, como resultado de existencias-crisálidas yertas de pavor ante la inseguridad ciudadana, los índices de violencia y pobreza externos. E incluso el desprecio a todo cuanto suponga la renuncia/desvío de dicho capullo. No es algo sencillo; tan por el contrario que todo el desarrollo de la historia humana halla huequillos de justificación en tales opciones de vida asumidas por dichas aves de jaulas doradas con vuelo cerrado, en esas sus islas semejantes a la de El señor de las moscas (Peter Brook, 1963).
De aquella cinta-bisagra de Ripstein de hálito buñueliano (al de El ángel exterminador, 1962) se traducen señas de Michael Haneke y Ulrich Seidl, como toman nota exponentes fílmicos -conspicuos unos, inspirados otros- de la pantalla del siglo XXI: La habitación del pánico (David Fincher, 2002); La aldea (M. Nigth Shyamalan, 2004)); La Zona (Rodrigo Pla, 2007); La extraña que hay en ti (Neil Jordan, 2007) o Canino (Yorgos Lanthimos, 2009).
La placenta dramática de la madre de Mayito, uno de los dos personajes infantiles centrales de Habanastation (Ian Padrón, 2011) se interconecta a no pocos de los seres analizados por los cineastas arriba citados. Ella vive en las almenas de un castillo -formando parte de un subplaneta dentro de ese universo múltiple que es la Cuba de hoy como cualquier otro país del mundo lo es con independencia de su sistema político-, y crió a su hijo bajo la plataforma programática, códigos e instancias éticas observadas en su corte. Lo intuirá, pero esta familia no posee certezas totales de que unos kilómetros más abajo de sus muros, poco después de la “zona de seguridad”, hacen el día otras personas quienes, como ellos, se desplazan, comen, defecan… Aunque no en carros guiados por GPS, mesas superpobladas y baños con televisión sobre la tina. Todo es lo mismo, pero completamente diferente. Lo anterior Padrón lo subraya de forma tan marcada, que llega a la sobrecarga dada la yuxtaposición de demasiadas antonimias refrendadas mediante puntuales señales.
Son dos universos, sabemos, y, marktwainescamente, nuestro “príncipe” Mayito carenará en el área aldeana de su hasta entonces ignoto compañero de aula, Carlitos. Caeremos pues, en última instancia, en una suerte de peculiar bildungsroman (“relato de construcción”) adelantado cuya matriz narrativa ha sido exprimida hasta la saciedad ya antes de la novela psicológica del XIX y por el cine durante un siglo. Mayito, nadie dude, saldrá fortalecido de su periplo al extrarradio, allí donde comulgan los hombres mostrados en De cierta manera (Sara Gómez, 1974) o antropológicos documentales. Ganará en madurez, conocimiento de la realidad, ética, valentía, solidaridad, desprendimiento (¡ese Play Station 3 que le presta a Carlitos en ¿recompensa? al cierre!)
“El cine no demuestra, solo muestra”, sostenía iracundo Francois Truffaut, ante el “cine de mensaje” de cuatro décadas atrás. Se enojaba por gusto; siempre lo portará de alguna forma la pantalla. El de la opera prima en el largometraje de ficción de Ian Padrón es un, muy pertinente en estos días, voto a la unidad entre todos los cubanos, a la confraternización. A través de una mirada amable y fundada en el amor- sin la sorna ni la mala leche contenida o explícita de determinadas comedietas-, a esta nación crisólica de cuya convergencia de síntesis hablara como nadie Fernando Ortiz. En su película conviven lucidez analítica, limpieza visual, excelente banda sonora, acertado trabajo de diálogos, incorporación de deliciosos secundarios, composiciones interpretativas meritorias (los niños miembros de La Colmenita Andy Fornaris y Ernesto Escalona, en igual orden). Si bien, en tanto alegoría, el filme es constreñible a una extensa antítesis total de 90 minutos donde el relato no deja de plantearse estas disonancias extremas de las diferentes “islas dentro de la Isla”. Por un lado, el entorno del jazzista famoso (cuya calidad de vida es merecida, apuntémoslo bien. Igual el argumento pudo escoger espécimenes diferentes, quienes viven así o mejor en sus mansiones de sirvientas y alarmas, tanto en La Habana como en cualquier reparto residencial o no de Cuba, sin ápice del talento del personaje compuesto por Luis Alberto García con su profesionalidad habitual). Por el otro, el del niño del barrio desfavorecido con el padre preso porque mató al tipo que ofendió a su abuela en la bodega. Si, bien, existen tales casos e incluso peores. También menos radicales. No se recaba aquí “equilibrio en el reflejo de la sociedad” ni un gorkiano realismo socialista, pero lo que sí no me acaba de funcionar del filme es su acento, su recargado punto sobre la í en supeditar ciertas tendencias conductuales a determinados ambientes. Científicos sociales, doctores e ingenieros hay que viven en barrios así; nunca han matado ni una mosca ni al puerco a despedazar puesto en cámara justo al entrar Mayito a la vecindad extramuros, junto al resto de las imágenes que reposan sobre la mesa de juego, el ron, los muladares, el fango, las fachadas mustias. E igual existen personas humanamente maravillosas, dueñas de virtudes y defectos cual todos en este mundo, que moran en zonas “exclusivas”, sin lastres morales semejantes a los de la familia solvente aquí retratada. Mas, estos fueron los escogidos para enfocar por Padrón, lo cual debe respetársele. Una obra artística, fílmica o literaria, va por lo suyo; no resulta un tratado sociológico.
No obstante, al articular historias parecidas a esta -bastante corrientes en la pantalla, por cierto- los guionistas y directores de cine, no el creador de Habanastation en particular sino tales artistas en general aquí o doquiera, suelen implicarse con el punto de vista del personaje perteneciente al entorno menos favorecido. En ocasiones en virtud de un respeto o cariño evidentes; en otras más a causa de búsqueda de empatías comunicativas o por considerar ir sobre la corriente de lo “políticamente correcto”. Pese a que sea difícil a esta altura del juego levantarle del todo el brazo al Rousseau de Emilio, cuando preconizaba en la citada obra decimonónica que el individuo puede conservar su “bondad natural” en una sociedad al arbitrio del caos -a efectos de cuanto nos interesa aquí léase ambiente social-, Carlitos tendrá que ser duro u olvidarse de la ingenuidad de Mayito para caminar en La Tinta, pero mantiene rasgos morales con los cuales el espectador, sin duda alguna, establecerá vínculos afectivos. Si bien tales valores humanos tampoco deben asociarse deterministamente a determinado contexto, sino al resorte mayor de la educación, la familia, el ejemplo; a la intención de ser mejores, al margen de nuestro hábitat. A eso convoca, desde la ternura, la obra. A más alma, menos tienda, más bondad, mayor entendimiento. Vista en tanto segmento de nuestra pantalla supone otro estimable aporte al cine con niños, al lado de Viva Cuba (Juan Carlos Cremata, 2005) y La edad de la peseta (Pavel Giroud, 2006).
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