Graziella Pogolotti
Muchas veces se ha comparado con el Mediterráneo. Ambos son mares cerrados donde convergen culturas de varios continentes. Clausurado por ellas, el Mediterráneo aflora al Océano por dos canales angostos, Gibraltar y Suez. El Caribe articula la tierra firme con el extenso arco antillano, en diálogo permanente con el Atlántico.
Tardó mucho este “mar nuestro” en cobrar conciencia de sí. Sobre la plataforma originaria indígena, se impuso el brutal proceso de colonización europea, que canceló la memoria precedente, fragmentó y balcanizó los territorios. Anduvieron tras la quimera del oro, intentaron luego asegurar vías para el comercio, mientras convertían el área en campo de batalla para dilucidar contiendas enraizadas en el Viejo Continente.
Quizás el núcleo original de la conciencia caribeña cristalizó con las guerras de independencia de América latina. El precursor empeño de emancipación en Haití tendió puentes de colaboración a Simón Bolívar, quien situaría en Jamaica su célebre llamamiento. Al propio tiempo, las primeras conspiraciones libertarias cubanas, al amparo de la masonería volvieron la mirada hacia México y Venezuela. José Martí reconoció en las Antillas el valladar protector para la América Latina toda.
Aunque entre las islas, por obra de la necesidad, hubo una interconexión histórica, tanto al margen de la ley como dentro de ella, tangible en el contrabando y en el traslado de poblaciones, a veces impuesta por las potencias dominantes y también por la demanda de braceros, la conciencia de una condición caribeña no pudo conquistarse desde la política. Coexistían países independientes, con territorios sometidos al dominio colonial. Correspondió a los intelectuales explorar el trasfondo común de una cultura con múltiples componentes, heterogéneos en lo lingüístico, en lo étnico (blancos procedentes de distintas naciones europeas, africanos esclavizados en varias regiones del continente negro, hindúes, chinos y los remanentes olvidados de la población aborigen) con el consiguiente cruce de religiones, mitos e imaginarios. Esas voces tardaron mucho en dejarse escuchar en un espacio común de intercambio. La balcanización se levantaba como obstáculo objetivo en ese terreno. En muchos lugares las escasas minorías letradas tenían que sacudir a las metrópolis dominantes para alcanzar una formación universitaria. Sólo en ellas existían las editoriales que legitimaran y difundieran a los escritores nacidos en el Caribe.
De esa circunstancia se desprendía un doloroso proceso de redescubrimiento y reconquista de la propia identidad. Es posible suponer que la distancia propiciara una perspectiva integradora. Comenzaban a definirse rasgos comunes. Brutal y tecnológicamente más desarrollada, la colonización aplastó a los aborígenes y cercenó su probable crecimiento autóctono. La necesidad de fuerza de trabajo implantó, con la esclavitud, otra forma de violencia y creó un abismo entre opresores y oprimidos. Fue el germen de una resistencia cultural que alimentó una poderosa mitología, junto con una enorme riqueza musical y danzaria. La antropología y los estudios folklóricos mostraron la fuerza de una tradición que se rebeló contra la muerte y se mantiene viviente y en constante transformación, con un indiscutible poder contaminante. El Caribe que conocemos se había edificado, además, sobre la base estructural de una economía de plantación, productora a bajo costo de materias primas de origen agrícola, suministradora y dependiente de un mercado internacional de precios variables, centrado en Europa y en los Estados Unidos. Este conjunto de factores abrió la polémica acerca de la real extensión geográfica y cultural del universo Caribe. Para algunos, se trataba tan solo del espacio enmarcado por el collar de islas antillanas. Otros, reconocían rasgos similares en la zona continental que abarca, las costas de Venezuela, Colombia, México y la Luisiana en Estados Unidos.
Disperso, multilingüe y pluriétnico, el Caribe empieza a reconocerse a partir de una construcción cultural, obra de poetas, narradores, pintores y músicos. Poco a poco, acá y allá, con las herramientas forjadas en la tradición occidental, empezaron a traducir en imágenes su entorno inmediato. Vincularon lo culto y lo popular, recuperaron mitos, describieron costumbres y paisajes, salvaron fragmentos de una memoria perdida. Y comenzaron a descubrir relaciones de parentesco e interdependencia. Endógeno, surgido del apremio por diseñar un perfil propio, el proyecto fue madurando a lo largo del siglo XX. Los escritores se introdujeron en editoriales prestigiosas, los músicos de la cuenca invadieron los escenarios de Europa y estados Unidos. Los pintores ingresaron en los museos. Así, empezó a forjarse una gran familia que saltó por encima de las barreras de la balcanización. La mirada de los escritores traspasó las fronteras coralinas de las islas. Por citar un ejemplo paradigmático, Carpentier saltó de Ecué Yamba-O a El reino de este mundo para iniciar luego, volviendo al revés la oficialista historia eurocéntrica la gran saga del Caribe. A pesar de estas conquistas, descolonizar las mentalidades es una tarea difícil.
La Academia advirtió un filón en el universo que estaba cobrando forma. Se abrieron cátedras en universidades de alto rango. Se organizaron congresos y se divulgaron tesis de doctorado. Pero la Academia no es un límpido laboratorio de conocimientos, al modo de la Abadía soñada por Rabelais. Sus propios mecanismos internos la conducen a forjar modelos, a establecer modas y escuelas de pensamiento. Muchas lecturas rehúyen la complejidad y no escapan a cierta visión inconscientemente folklorizante, percibida como imagen congelada y no como fuente viva de creación popular. Es el reflejo de un Caribe turístico.
Sus habitantes y su cultura completan un decorado paradisíaco de eterno verano para disfrute de sol, playa y sensualidad.
El Caribe, en cambio, se integra a una prolongada y dramática historia de lucha del ser humano por construir espacio propio, en la confrontación entre vida y muerte, ante los insondables secretos del universo. Mito e historia se entrecruzan en la incesante búsqueda de sentido.
Sucede como si en el principio de todo hubiera estado Cristóbal Colón. La conmemoración del medio milenio del encuentro entre los dos mundos hubiera debido conducir al replanteo de interrogantes fundamentales acerca de las peculiaridades de nuestro proceso histórico y sus repercusiones en el campo de nuestra cultura, de la dinámica específica de un ciclo de interrelaciones aun no cerrado. Hay que retomar los orígenes para entender las fuerzas centrípetas y centrífugas que operan en nuestro contexto, obras ayer de la colonización y ahora de los embates de un mercado planetario.
La aventura de Antonio Núñez Jiménez del Amazonas al Caribe demostró en la práctica la factibilidad de una emigración de indios arahuacos desde lo más profundo del Continente hasta el arco antillano. Dos volúmenes recogen el recuento de la hazaña. Compendian observaciones científicas de variada naturaleza, incluidas las antropológicas y culturales. La travesía por los grandes ríos revela la existencia de lo que pudiera denominarse una cultura de la yuca, más elaborada, pero coincidente con la que encontraron los europeos en las islas.
El segundo volumen, publicado recientemente por la Editorial de Ciencias Sociales, aborda el análisis del perfil de cada fragmento del extenso collar antillano. La perspectiva del autor se ha modificado ligeramente. Sin desdeñar las coordenadas geográficas, refiere el proceso histórico de cada Antilla después de la conquista, considera lenguas, religiones, diversidad de poblamientos sucesivos, se detiene en el funcionamiento de la economía real y, valido de su formación de espeleólogo, explora cavernas y revela la afinidad existente entre todos ellos, vinculados también a las expresiones rupestres conocidas en Cuba desde mucho antes. Advierte así el trasfondo de una cultura común, con diferencias relativas en la realización, pero que permite avanzar hipótesis acerca del culto a los muertos y a su consecuente creación mítica. Para .los indígenas llegados del continente, el universo caribeño, atravesado por huracanes y estremecido por terribles erupciones volcánicas debió plantear numerosas interrogantes. Es probable que la irrupción de las carabelas de Colón los sorprendiera en la larga marcha hacia otras tierras de promisión.
El estudio de Núñez Jiménez ofrece datos valiosísimos para profundizar en el conocimiento del mundo que nos rodea, cargado todavía de misterios aparentemente inescrutables, requeridos de un acercamiento interdisciplinario. Así ocurre, por ejemplo, con representaciones artísticas que por su ejecución y su simbología sugieren parentesco con expresiones similares de los Andes peruanos. Porque nada indica el posible traslado de pobladores procedentes de esa zona, cabría preguntarse si estamos ante testimonios de un estremecimiento telúrico de fecha indeterminada.
Pocas huellas han quedado de aquellos ocupantes originarios. Pero su presencia histórica debe ser reconocida para entender, en lo más soterrado, las razones profundas de lo que somos. Cerrado sobre sí, el mediterráneo permaneció protegido por sus anchas áreas continentales. De esos territorios provinieron las sacudidas que marcaron su devenir, en sucesivas guerras libradas para asegurar el poder de unos sobre otros. Los griegos se expandieron hasta tropezar con los persas. Los romanos consolidaron un imperio. Fragmentado, cedió paso a la invasión a los bárbaros, germen de futuras naciones, mientras desde abajo los árabes llegaron hasta España y transmitieron un saber heredado desde la antigüedad, un modo de vida, un legado artístico y una tolerancia religiosa inigualada en esos tiempos.
Poroso entre las aguas del Atlántico y del Golfo de México, el arco antillano, entorno del Caribe, es frágil y vulnerable. Nunca hemos guerreado entre nosotros después de la colonización. Hemos sido, en cambio, campo propicio para dilucidar conflictos entre potencias situadas en Europa y Estados Unidos. A pesar de tantas diferencias que parecen separarnos, nuestra voluntad de ser y resistir ha ido forjando una cultura con rasgos reconocibles.
En el mundo contemporáneo, la agresión tiene muchas formas. Al poderío militar se añaden las que se manifiestan a través del dominio de la tecnología, la penetración de los medio de diseminación de ideas, de la mercantilización de los productos culturales. Se trata de un conjunto de vías sustentadas en la instrumentalización de la cultura. En ese contexto, la fragilidad caribeña es extrema. Limitada su producción de materia prima, exporta una interminable diáspora de emigrantes, reserva creciente de mano de obra barata. Los más desamparados son víctimas de la xenofobia y de regulaciones migratorias cada vez más implacables. Pero, estrategias culturales bien diseñadas pueden ofrecer fórmulas de sobrevida y autodefensa. No nos ha separado el odio, sino el insuficiente conocimiento mutuo. El análisis de nuestras realidades que incluya y trascienda la creación artístico-literaria para completar el verdadero escrutinio de nuestra historia, de nuestras potencialidades en el terreno de la ciencia y la educación, viabilizan el modo de complementar recursos naturales y humanos para transformar la dispersión en fuerza unificadora. O nos salvamos juntos, o nos hundimos todos en un falso y depredador paraíso turístico.
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