Julio Martínez Molina
Entre las líneas de concordancia existente en los discursos comunes del socialismo cubano y la religión católica, u otros credos, predomina un concepto basal: la importancia nuclear de la familia para la conformación de ese individuo civilizado, revestido de las condiciones morales para interactuar, en tanto ser social de bien, dentro de nuestra colectividad.
Con una “iglesia doméstica” equiparó a la familia Joseph Ratzinger, quien como era de esperar se refirió al asunto tanto en México como en Cuba, de igual manera que su predecesor Karol Wojtyla lo hiciera aquí hacia 1998. Es la idea entrecomillada del Papa actual certera aproximación a estudiar, por cuanto encierra de verdad en el sentido de instauración de fe, certezas morales, convicciones, disciplinas, educación e instrucción por parte de los progenitores a los vástagos en medio de la “célula fundamental de la sociedad”.
De allí, más que de la escuela, provendrá, resulta sabido, la formación de cualidades morales en mujeres u hombres, sustitutos lógicos de sus padres en la escala biológico-social. No existe futuro posible de cordialidad o entendimiento humanos sin la gestión benéfica del intermedio familiar. En dicha esfera íntima de superación, enseñanza y crecimiento moral quedarán definidos -por regla general, pues no opera así en la totalidad de los casos-, pautas, patrones, apuestas de vida y modos de conducta social.
Desafortunadamente, en parte de la familia cubana se están evaporando -en ciertos segmentos incluso de forma acelerada-, principios o mecanismos educativos sustentados en el valor del ejemplo personal, espejo al cual mirarán los niños o jóvenes desarrollados a su vera. A ello obedece en parte el incremento de las indisciplinas sociales suscitadas hoy día a lo largo del país. Nadie que haya recibido una buena crianza romperá el banco de un parque, rasgará asientos de los ómnibus, se burlará de las normas urbanísticas, contribuirá a la creación de muladares particulares, robará electricidad, llegará en short y sin camisa a un establecimiento comercial…
Tacto y delicadeza parecieran términos ignotos, desconocidos o acaso remisivos a épocas pretéritas, según el proceder de determinados núcleos familiares, no necesariamente inscritos dentro de lo que ahora llaman, quizá a veces no de la forma más exacta, por los términos de ambientes “menos favorecidos”. De la falta de delicadeza podrían escribirse decenas de columnas, mediante la exposición concreta en disímiles ámbitos de la cotidianidad. Me referiré hoy solo a una que pareciera menor entre otras tantas, si bien resulta sufrida de forma diaria por los conductores de autos estatales.
Por norma, peatones, periodistas, inspectores critican al chofer evasivo ante los puntos de recogida: actitud negativa censurada infinidad de oportunidades. En cambio, casi ni se habla del comportamiento de varios pasajeros al penetrar, durante el trayecto o al descender del auto que los recogió de manera solidaria en el punto de embarque.
Desde la ausencia de un elemental Buenos días hasta tirones al asiento, descenso del cristal sin autorización y con la intención de sacar el codo a la manera de quien renta los autos privados (dentro del peculiar universo de significados cubanos esto de alguna manera remite a poder. Resulta ridículo, lo sé; no tengo espacio para expandirme, pero funciona así); hasta la continuación de conversaciones privadas en alta voz, sin importarles que la radio está prendida y por algo será.
Algunos de tales diálogos, iniciados previamente en los “puntos” van impregnados de toques realmente íntimos; por ende no tienen porqué interesarle a nadie, salvo a esos interlocutores. Ellos los sostendrían en los contextos personales debidos si tuviesen capacidad de identificar nociones como violación de espacios, respeto, civilidad. En casos tales -harto comunes, lo digo con conocimiento de causa-, el conductor reacio a participar de las historias ajenas deberá subir el volumen de la radio, cambiar de estación, carraspear…, en fin, emitir alguna señal desaprobatoria. Pero a veces, demasiadas veces, ni eso juega.
Lo mejor viene para los finales: paradas solicitadas por personas saludables a solo unas cuadras del punto de recogida; en cuestas, descensos o entradas sin autorización de parqueo; la salida del auto de forma brusca y… lo más temido por todos los choferes de autos ligeros: el portazo de agradecimiento.
Existe una relación de identidad entre el nivel cultural de la persona y el modo despóticamente fuerte con que tira la puerta. Ningún ser humano instruido, bien educado, pero sobre todo sujeto al conocimiento de normas de conducta propiciadas dentro del seno familiar, hace eso. Se lo impediría su mismo tacto, su propia intuición. Se lo dictaría el sentido de la delicadeza, esa señora de vestido blanco a quienes algunos intentan despedir del escenario a fuerza de ensuciarle el traje entre displicentes descortesías e irrespetos.
Los justos no deben pagar por los pecadores; la actitud positiva podrá prevalecer mediante la constancia feligresa, merced a la preocupación guevariana por el hoy o el futuro con las cuales emprendamos tal misión.
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