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domingo, 6 de mayo de 2012

El Che como teórico de la justicia

Prólogo de Atilio Borón al libro El marxismo y la justicia social, del investigador Fernando Lizárraga, un texto que ilustra y da sustrato al por qué de los necesarios pasos emprendidos en la actualización de nuestro modelo económico

Uno de los estereotipos más socorridos -y por cierto, no el más negativo cuando se habla del Che evoca la figura, entre novelesca y hollywoodense, de un intrépido idealista incurablemente divorciado de las prosaicas realidades de su tiempo pero que, empecinado en su error y coherente hasta el final, ofrendó su vida en aras de una causa perdida. Honesto e íntegro, se reconoce, pero equivocado. Pero hay otro estereotipo, que lo retrata como un hombre sin sentimientos, violento hasta el paroxismo. Dos imágenes que han calado muy hondo en el imaginario no sólo latinoamericano sino mundial. Pero, digámoslo sin más rodeos, son dos imágenes falsas, que ocultan la grandeza de un hombre ejemplar cuya “querida presencia”, como dice la poesía, en los más apartados rincones del planeta desmiente la supuesta sabiduría contenida en aquellas imágenes.
El Che fue algo bien distinto a lo que predican aquellos estereotipos: un hombre que por su entrega a las más nobles causas de la humanidad entra en la historia por la puerta grande, y para quedarse.
Su idealismo era, en realidad, una incontenible pasión por correr, día a día, milímetro a milímetro, las fronteras siempre porosas y movibles de lo imposible. Lo animaba la sagrada llama del Quijote, pero combinada con la sensatez y el sentido común de Sancho. ¿Quién, sino un “idealista” tan conectado con las realidades mundanales de su tiempo como él, fue capaz de pronosticar con un cuarto de siglo de anticipación la inviabilidad económica y posterior colapso de la Unión Soviética? Cuando tantos “realistas” de uno y otro bando construían sus argumentos a partir de la permanencia sine die de la Unión Soviética, el Che vislumbraba en la incipiente aparición de una lógica mercantil las semillas que acabarían por destruir la formidable empresa iniciada en 1917. Por otra parte, quienes lo denigran por su supuesta insensibilidad ocultan a sabiendas que su altruismo y generosidad no se circunscribía a sus camaradas sino que se aplicaba con igual rigor para sus enemigos. Jamás maltrató a un prisionero y si uno de ellos caía herido en combate lo atendía como si fuera de los suyos. Era demasiado inteligente para olvidar que su lucha era contra un sistema, el capitalismo, y no contra un soldado.
Es por esto que el Che está instalado definitivamente como una de las más grandes figuras del siglo veinte. Se convirtió en universal símbolo de la rebelión ante la injusticia: su efigie convoca a los oprimidos de todo el mundo, desde las víctimas del imperialismo en África, Asia y América Latina hasta los que el capitalismo sojuzga y aliena en su centro dominante. Y nadie podrá quitarlo de ese lugar. Continuador de las grandes gestas emancipadoras que comenzaron dos siglos atrás, Guevara es la encarnación contemporánea de Bolívar y San Martín, de Artigas y Morazán, de Sucre y Martí, de Zapata y Farabundo Martí. Pero, además, el Che fue también un destacado teórico marxista. Ocurre que su actividad práctica en los más distintos frentes de lucha, especialmente en Cuba, el Congo y Bolivia, ha hecho que sus contribuciones en el terreno de la “batalla de ideas”, para usar la gráfica expresión de Fidel, hayan permanecido en las sombras. Su aporte en este crucial terreno fue acertadamente señalada por el escritor y poeta cubano Miguel Barnet al comentar que este extraño guerrillero cargaba en su mochila la poesía de León Felipe y Pablo Neruda. Además, llevó consigo a sus campamentos en la selva boliviana numerosos libros, muchos de los cuales eran verdaderas joyas del pensamiento social universal. No fue casual, por lo tanto, su capacidad para recibir críticamente algunas de las categorías del marxismo y para someter a implacable crítica la grotesca deformación que éste había sufrido a manos de la Academia de Ciencias de la URSS y sus insoportables -y altamente perniciosos- manuales de “marxismo-leninismo”, a los cuales destinaba las saetas más afiladas de su proverbial sarcasmo llamándolos “ladrillos soviéticos”. Tampoco fue casual, como lo demuestra Fernando Lizárraga en este libro, que sus múltiples observaciones sobre los problemas, desafíos y decisiones requeridas por el proceso de construcción socialista en Cuba (y en el cual el Che desempeñó un papel protagónico) tuvieran un espesor intelectual que posibilitaran su incorporación al debate sobre la justicia en el capitalismo y también en el poscapitalismo, es decir, en los procesos de transición hacia un nuevo orden económico y social en donde la cuestión de la justicia está muy lejos de quedar automáticamente resuelta.
Por eso es motivo de gran satisfacción acompañar con estas breves líneas la aparición del magnífico estudio que estamos prologando sobre los aportes del Che a la discusión sobre la justicia. Este libro no sólo es importante porque ilumina y facilita la reapropiación de las ideas de Guevara sobre tan ardua temática, eclipsadas por la gigantesca figura del “guerrillero heroico”, lo cual constituye de por sí un mérito innegable; también lo es porque mediante este ejercicio se avanza en el desarrollo de la teoría marxista de la justicia. Claro está que eso no significa que tal empresa pueda darse ya por concluida: Fernando Lizárraga nos remite, en las páginas introductorias de su obra, a una aguda observación de Alex Callinicos donde advierte sobre el “déficit ético” de la teoría marxista, es
decir, a la escasa elaboración de su propuesta acerca de la creación de una buena sociedad que, por ende, la ha marginado de los grandes debates de la modernidad en torno a la justicia, la igualdad y la democracia.
Hay muchas y bien fundadas razones por las cuales la tradición marxista ha sido parca a la hora de elaborar una teoría de la justicia. Una de las más importantes, a juicio de quien esto escribe, es que no siendo el comunismo concebido como un “ideal a alcanzar” en donde la justicia se despliega con todas sus virtudes sino, al decir de Marx y Engels en La Ideología Alemana, como “un movimiento real que anula y supera el estado de cosas actual”, el pleno desarrollo de una teorización sobre la justicia queda inevitablemente subordinado al avance real de la justicia en la sociedad existente.
Y así como el concepto teórico de “dictadura del proletariado” requirió, para su plena expansión, la irrupción de un proceso histórico como la Comuna de París (de ahí la exaltada sentencia de Engels, dirigida a los filisteos de ayer y de siempre: “miren a la Comuna de París: ¡ahí está la dictadura del proletariado!”), el desarrollo de una teoría marxista de la justicia es inseparable de los avances que la justicia, en su vida práctica, experimente en los procesos de construcción pos-capitalistas. Al sistematizar las reflexiones del Che este libro ha dado un paso importante hacia adelante en tan crucial asunto.
Aparte de los méritos anteriores, no pocos por cierto, la obra que el lector tiene en sus manos tiene el don de la oportunidad. Esta nueva edición aparece en un momento muy especial: una encrucijada histórica en donde la Revolución Cubana vuelve a replantearse, con renovada urgencia, algunas de las cuestiones fundamentales que a inicios de los años sesentas concitaron la atención del Che.
Tal como Fidel y Raúl lo han venido diciendo en numerosas oportunidades, lo que hoy está en juego es el destino mismo de la revolución. Si esta resistió heroica y exitosamente más de medio siglo de un criminal bloqueo, sabotajes y ataques de todo tipo, está aún por verse la posibilidad que tiene de sobrevivir a los perniciosos efectos -económicos, políticos y morales- de un desempeño económico que, a lo largo de medio siglo, ha sido apenas mediocre. Si bien aquél reconoce como uno de sus factores causales al salvaje bloqueo y las agresiones perpetradas por Washington durante todo este tiempo, los elementos determinantes fundamentales de este déficit son de origen endógeno: la obsolescencia de un modelo económico basado en la estatización total de la actividad económica y la planificación ultracentralizada, inspirada en el modelo soviético.
Planteadas las cosas en términos clásicos, ese modelo coaguló relaciones sociales de producción que fueron barridas impiadosamente de la escena contemporánea por el formidable desarrollo de las fuerzas productivas, sobre todo a partir de la Tercera Revolución Industrial de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado y con eje en los grandes avances en la microelectrónica, las telecomunicaciones, la informática, la ingeniería genética y todos los desarrollos científicos contemporáneos.
Si la Revolución Cubana se aferra a ese anacrónico modelo de gestión económica difícilmente podrá sobrevivir a los estragos desencadenados por la actual crisis mundial del capitalismo, que suma nuevos problemas a los ya existentes. Ahora bien: el cambio de modelo pone en discusión algunas de las preocupaciones centrales del pensamiento del Che sobre el tema de la justicia, la productividad y la organización económica durante el proceso de transición. En efecto, esto supone, entre otras cosas, repensar el papel de los incentivos, tanto materiales como morales; la cuestión de la planificación centralizada; la apertura de algunos sectores de la economía a la lógica mercantil, sectores estancados durante largos años por insuficiente inversión, escasa densidad tecnológica y pobre gerenciamiento. Y pone en la picota la sobrevivencia de un inocente “igualitarismo” que remunera por igual al trabajador consciente y responsable y al que no lo es, confundiendo tal cosa por socialismo o justicia social. Sobre todos estos temas el Che tiene mucho que decir, y gran parte de lo que dijo al respecto está condensado en este libro.
Sabemos de las gravísimas dudas y aprensiones que Guevara tenía en relación a los incentivos materiales y a todo “socialismo económico” desprovisto de una “moral comunista”. Ante esa fórmula el revolucionario lanzó una sentencia tan breve como fulminante: “no me interesa”. Pero ese “espíritu apasionado” aunque dotado de una “mente fría” sabía muy bien que la primacía de los incentivos morales exigía algo que iba mucho más allá de un cambio en la organización económica: requería de una profunda mutación cultural. Por eso, contrariamente a simplificaciones muy difundidas, el Che no desestimaba la eficacia de los incentivos materiales para lograr aumentos importantes en la productividad. Pero, como muy bien se señala en este libro, para él eran “un mal necesario” preñado de consecuencias muy negativas para el futuro del socialismo.
La perpetuación de estos estímulos, propios del ethos de la sociedad capitalista, tornaría imposible superar las categorías y la lógica de funcionamiento mercantil, con lo cual el naufragio del proyecto socialista y el retorno al capitalismo aparecían como desenlaces inexorables. Pese a que eran pocos los que podrían estar más alejados del determinismo económico que el Che, este no dejaba de reconocer que un sistema como el capitalista no podía ser derrotado utilizando sus gastados fetiches, o sus propias “armas melladas”, como lo dijo en reiteradas ocasiones. Para ello hacía falta algo más: la creación de una nueva cultura, y de un hombre y una mujer nuevos, sintetizados en la expresión “Hombre Nuevo”.
Este importante giro argumentativo no pasó desapercibido para el autor de este libro: si en las teorizaciones convencionales y -en menor medida, aunque también- en el marxismo la justicia reposaba sobre los dispositivos institucionales y normativos en las que se corporizaba, el Che extiende este requisito al complejo y turbulento campo de las motivaciones personales.
Anticipando en cierto modo las formulaciones que tiempo después plantearía uno de los máximos exponentes del marxismo analítico, Gerald Cohen, el pensamiento del Che sobre la justicia le asignó singular importancia a la conciencia y la motivación de los sujetos en la construcción de una buena sociedad. No basta la justicia contenida en las normas e instituciones si éstas no se corresponden con un abanico de actitudes, motivaciones y valores que, a nivel de las personas, también se nutran en los mismos valores. El problema, claro está, es que la construcción de esa cultura anti-capitalista -y aquí lo de “anti” es decisivo- supone un largo y profundo proceso de socialización que primero neutralice y luego desplace definitivamente (al igual que el advenimiento de la sociedad burguesa hizo lo propio con el ethos cultural del feudalismo) los rasgos definitorios del capitalismo como el egoísmo, el individualismo, el instrumentalismo, el productivismo y tantos otros, que Marx resumió como el “sórdido materialismo de la sociedad civil”. Se trata, nada más y nada menos, de crear un “bloque histórico” alternativo, en el sentido gramsciano, en donde los elementos de la estructura y la superestructura se suelden en una nueva forma de sociabilidad que destierre para siempre las actitudes y predisposiciones heredadas de la sociedad burguesa. Pero, y el Che lo declaró en más de una ocasión, la tarea no será sencilla pues estos rasgos han sido internalizados por las poblaciones a lo largo de quinientos años, “naturalizándose” a tal grado que se convirtieron en una suerte de segunda naturaleza de la especie humana. El sentido común gestado por la sociedad burguesa hace que la respuesta espontánea ante cualquier situación social sea construida en clave egoísta y materialista. Y un súbito cambio revolucionario no alcanza para destruir, de la noche a la mañana, una obra de siglos.
De ahí que superar esos obstáculos y crear al Hombre Nuevo no sea tarea que pueda realizarse en poco tiempo. Se requerirán largos años, décadas seguramente, para que esa semilla pueda florecer dando lugar a una sociabilidad superior que relegue al “hombre lobo” del capitalismo -precozmente retratado por Thomas Hobbes en el Leviatán- al museo de antiguedades, como Engels esperaba hacer con la rueca de hilar, el hacha de bronce y el estado. Al igual que Engels, el Che sabía muy bien que estos grandes cambios civilizacionales tomarán largo tiempo y exigirán de la revolución socialista una persistencia y firmeza de convicciones a toda prueba.
Erradicar las motivaciones que por siglos han impulsado la conducta de hombres y mujeres bajo el capitalismo es sin duda un objetivo estratégico fundamental en la construcción de una nueva sociedad y, por eso mismo, una tarea que ha probado ser harto difícil. Las experiencias de la Revolución Rusa, de China, de Vietnam e inclusive -si bien en menor medida- de Cuba son otras tantas pruebas de lo que venimos diciendo. Las revoluciones socialistas son sometidas a durísimas y contradictorias exigencias: tienen que construir al Hombre Nuevo y una nueva sociabilidad y, simultáneamente, garantizar el desarrollo económico y el aumento de la productividad del trabajo, indispensables para crear la infraestructura material que requiere la construcción del socialismo. Si para lo primero es esencial priorizar la conciencia y los estímulos morales, para lo segundo, y mientras no se llegue a una “etapa superior”, la superioridad y mayor eficacia de los estímulos materiales para promover el crecimiento económico son, por ahora, verdades irrefutables. Sobre todo en un mundo como el actual, muchísimo “más capitalista” que antes por su cobertura geográfica, por la acelerada mercantilización de viejos derechos sociales (como la salud, la educación, la seguridad social), de la naturaleza y por la victoria ideológica del neoliberalismo que instauró, en el plano universal, un nuevo sentido común rabiosamente egoísta y materialista cuya generalizada difusión se apoya en la fenomenal revolución producida en el terreno de las comunicaciones.
De todo lo anterior se infiere que la construcción del socialismo, como antesala a la realización de la sociedad comunista, insumirá un plazo muchísimo más largo del que pensaban los clásicos del marxismo. Podrá haber coyunturas en donde, tal como lo anota el Che, el “fervor revolucionario” desencadene los estímulos morales que se necesitan para emprender las grandes batallas económicas indispensables para la creación de una alternativa socialista. Pero el Che también es consciente de que ese componente difícilmente puede sostenerse una vez desaparecidas las circunstancias extraordinarias, y por eso mismo pasajeras, que le dieron origen. Mientras tanto, queda por delante la laboriosa elaboración de una nueva cultura en un contexto signado por urgentes apremios económicos, potenciados por las grandes expectativas que genera todo proceso revolucionario. El Che estaba convencido de que un ethos socialista, sostenido por la emulación y el trabajo voluntario, entre otras iniciativas de este tipo, restarían toda fuerza a las demandas materiales y lograría debilitar a la dinámica del mercado. Con la ventaja que otorga el paso del tiempo podemos comprobar, lamentablemente, que no hay evidencias que, al menos hasta ahora, justifiquen aquella convicción. La NEP en la naciente Unión Soviética, las reformas económicas aplicadas en China y Vietnam a partir de los años ochentas y el nuevo rumbo en el que se embarca la Revolución Cubana a partir del VI Congreso del Partido Comunista de Cuba (Abril del 2011), demuestran las dificultades con que tropiezan los incentivos morales. Podríamos decir que la propuesta del Che pecaba por optimista y por ser tributaria -al igual que en el caso de Marx y los clásicos del marxismo- de una concepción antropológica de estirpe rousseauniana, en donde los alcances de la alienación estructural y la deshumanización que produce el capitalismo son subestimados y se asume, en cambio, la existencia del “buen salvaje” al que aludía Rousseau en sus escritos, capaz de reaccionar positivamente ante el influjo de los estímulos morales y el llamado solidario. Una fórmula conteniendo un poco menos de Rousseau y un poco más de Maquiavelo permitiría confeccionar un retrato mucho más adecuado de los hombres y mujeres reales y concretos creados por el capitalismo y con los cuales se debería crear el nuevo ethos socialista. Pero la tradición marxista es fuertemente rousseauniana.
En todo caso, la opción que propone Guevara apunta hacia una ruta más larga pero eventualmente más segura para acceder al comunismo. Tal como lo señala Fernando Lizárraga en las páginas finales de este libro, para el Che el comunismo es una combinación de “producción y conciencia” que remite tanto a la estructura económica y los medios de producción como a las actitudes, valores y comportamientos de los sujetos. La “ruta corta”, sin moral revolucionaria y apelando a los estímulos materiales, sólo puede ser el preámbulo de una nueva frustración dado que ni la abundancia de bienes materiales ni los incentivos económicos garantizan el surgimiento de una conciencia socialista sino todo lo contrario. El caso de la China parece ser sumamente ilustrativo al respecto. La “ruta larga”, en cambio, impone a la dirigencia revolucionaria la necesidad de llevar a cabo una profunda resocialización ideológica que promueva la formación de sentimientos y actitudes acordes con las normas de la justicia social y de ese modo avanzar más lenta pero más seguramente hacia el comunismo. El problema es que esta otra ruta, virtuosa en principio, tampoco garantiza el éxito final porque a lo largo de su extenso recorrido el proyecto revolucionario puede
naufragar debido a crisis económicas, agresiones externas, guerras y conflictos sociales de los más diversos tipos y orígenes. Además, no hay que olvidar que el imperialismo está siempre al acecho, dispuesto a sabotear cualquier proyecto de transformación que afecte sus intereses y los de sus clases aliadas. En contra de cualquier determinismo vale recordar que para el marxismo la Historia -así, con mayúsculas- tiene un final abierto, que el triunfo del socialismo no es inexorable y que para producirse tiene que intervenir la voluntad de cambio expresada en el acontecimiento revolucionario. El socialismo es una de las alternativas ante las encrucijadas del proceso histórico; la otra es la barbarie.
Para concluir: este libro tiene el mérito de sistematizar las reflexiones del Che sobre un tema de trascendental importancia teórica y práctica a la vez. La discusión que puedan suscitar algunas de sus tesis es sólo una muestra de la vitalidad del pensamiento del “guerrillero heroico”, de la impronta fuertemente teórica de sus ideas e iniciativas. A título de ejemplo podría argumentarse que sus innovadores y creativos criterios de justicia -afines, como bien se demuestra en este libro, con las teorizaciones del igualitarista liberal John Rawls- son poco aplicables en situaciones que la teoría marxista caracteriza como la primera etapa de la transición del capitalismo al socialismo, esto es, el socialismo. ¿No será que las nobles ideas del Che sobre la justicia requieren un desarrollo económico, social y cultural superior al que han exhibido los países tercermundistas que trataron de tomar el cielo por asalto y evadirse del infierno capitalista? Un llamado al altruismo y el desinterés, ¿no demanda un piso mínimo de satisfactores materiales para ser aceptado? ¿No se habrá subestimado la persistencia del “sentido común” burgués en los procesos de transición, eficaz aún después del derrocamiento de sus representantes políticos? ¿No se menospreciaron los alcances y la perdurabilidad de la hegemonía burguesa más allá de las modificaciones que pudieran darse en el terreno de la política? Tal como lo plantea Fernando Lizárraga en los párrafos finales de este libro, “la intuición [del Che] y su no menos aguda mente analítica lo llevan a entrever que los principios de justicia propuestos por Marx deben ser perfeccionados”. A intuir, en otras palabras, que la teoría de la justicia apenas esbozada en la tradición del materialismo histórico era insuficiente y que había que plantear nuevos argumentos y diseñar nuevos dispositivos. Como en tantos otros terrenos, el Che abrió una brecha que nos toca a nosotros seguir profundizando. Marxista probado y confeso al igual que su genial precursor José Carlos Mariátegui, los pensamientos del Che siempre tenían como referencia ineludible la “Tesis Onceava” de Marx sobre Feuerbach y la necesidad impostergable de cambiar el mundo y no sólo a interpretarlo, consigna tanto más importante en una época como la actual cuando bajo el pernicioso influjo del posmodernismo y la cultura neoliberal muchos intelectuales no sólo renunciaron a cambiarlo sino que tampoco se avienen a interpretarlo. Las ideas del Che son un poderoso antídoto para contrarrestar tan deshonrosa capitulación, y este libro es un auxiliar muy valioso para librar esa batalla.

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