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lunes, 7 de enero de 2013

El compartido destino de la niña de Punjab

Julio Martínez Molina

A raíz del asalto sexual en grupo perpetrado a una estudiante en la India durante el pasado diciembre, analistas occidentales se adelantaron a elucubrar interrelaciones entre el crimen y la cultura machista de esas latitudes. Igual sucedió cuando, en abril de 2010, la niña yemenita Ilham Mahdi Al Asi falleció de hemorragia genital, al ser desvirgada la noche de bodas por el abusador marido que le tocó por castigo en el matrimonio prematuro practicado allí. Lo mismo ocurre ahora, al calor de las protestas por la violación cometida por tres hombres a una pequeña pakistaní de nueve años, en la provincia de Punjab. Menos prensa, claro, tuvo el asesinato -a manos de su padre- de Lamaa, infante de cinco años, el noviembre pasado, en Arabia Saudita, aliado imperial.

Son actos detestables, cometidos en virtud de una combinación macabra de bestialidad e ignorancia, sí; no cabe dudas. Pero cuanto eliden los grandes medios es que ni el Medio Oriente ni el Indostán, más allá de su retrógrado y censurable trato a la condición femenina, son los únicos y ni siquiera los principales focos de la agresión fatal a las mujeres. Negativo, los países nórdicos, tan supuestamente apacibles, encabezan la lista de hembras muertas en Europa, con Finlandia y Suecia en la punta. EEUU sobrepasa a México o Colombia, las dos naciones más violentas de América Latina. Desde el ataque sexual y posterior asesinato, en 2005, de la soldado negra Lavena Johnson, en el ejército yanki se registró un crecimiento exponencial de las violaciones. El encubrimiento del Pentágono a dichos atentados fue una de las 25 noticias más censuradas por la gran prensa de dicho país en 2012. Según datos fiables, rondan las 19 mil anuales, por parte de oficiales de alto rango o de los marines. El ente castrense las sitúa “oficialmente” en poco más de 3 mil.
Al desmontar un informe de la Entidad de las Naciones Unidas para la Igualdad de Géneros y el Empoderamiento de la Mujer (UNW), creada por la Asamblea General de la ONU en julio de 2010, el intelectual argentino Juan Gelman comentaba que “La evidencia muestra que en EEUU los jurados son especialmente proclives a cuestionar la credibilidad de las afroamericanas y latinas en los casos de violación. Esta lenidad o insolvencia judicial se repite en el Viejo Continente: un estudio de 2009 detectó que sólo un 14 por ciento de las denuncias por violación presentadas en países europeos desembocó en una condena del culpable y en alguno, apenas el 5 por ciento. En Sudáfrica únicamente uno de cada seis casos llega a los tribunales y el 94 por ciento de los acusados sale indemne. Las mujeres indígenas de varios países latinoamericanos sufren una triple discriminación en las cortes por razones étnicas, de pobreza y de género (…). El ordenamiento interno de 125 naciones ilegaliza la violencia doméstica, pero según encuestas que se realizaron en 20 países de Europa, del 8 al 35 por ciento de las mujeres la sufría en el hogar. En EEUU, un 22 por ciento. Casi un 50 en Sri Lanka, 33 en Jordania y así de seguido. A la vez, se observa un suceso verdaderamente extraño: los niveles de consentimiento del maltrato. Mentes occidentales prejuiciosas tal vez no se sorprendan de que el 30 por ciento de los interrogados y las interrogadas en Sri Lanka, más del 50 en Malasia y el 65 en Tailandia hayan manifestado que es aceptable a veces que un hombre le pegue a la mujer. Qué han de pensar cuando se enteren de que esa proporción es del 16 por ciento en EEUU (…)”.
A mi modo de ver, el principal problema relacionado con hechos similares a la hora de propalarlos estriba en la limitación al elemento expositivo o factual. Pocas interpretaciones van a las causas del fenómeno o plantean formas de revertirlo, al menos en planos futuros. Excepción en tal sentido sería, por ejemplo, el pronunciamiento de José Sanmartín, director del Centro Reina Sofía para el Estudio de la Violencia, de España, cuando al dilucidar sobre los resultados de investigación alrededor del tema en aquel continente, expresara “que no habrá jamás un plan o una ley que sea eficaz mientras la sociedad en su conjunto no experimente una serie de cambios. La primera ley es la familia, el escultor que te va cincelando, y el primer contexto de socialización, al que le siguen la escuela y los medios de comunicación audiovisual, que son configuradores de formas de vida”. Todo anda por ahí y eso anda bien mal.
La barbarie de marras refleja pensamiento, estado de cosas e ideología.
La visión patriarcal, machista, masculinocentrista continúa predominando, más allá de cualquier cultura. Esto que a seguidas comparte en un artículo Roberto Saviano, el autor de Gomorra, igual se encuentra en cualquier sitio del planeta, ni latino ni mediterráneo ni mafioso como el enfocado: “Nunca debajo de una mujer es el imperativo con el que se educa. Si mientras haces el amor, decides estar debajo, estás eligiendo someterte incluso en la vida de todos los días. Nunca sexo oral. Recibirlo es lícito, hacérselo a una mujer es de ´perros´. A este viejo código se atiene todavía gran parte de las nuevas generaciones de adeptos, obsesionados no sólo por su virilidad, sino también por cómo ejercerla. Hacerlo de acuerdo con esas rígidas reglas es un rito con el que reafirman su poder. Unas normas claras e indelebles que están vigentes en casi todas las zonas de la N'drangheta, Camorra, Mafia y Sacra Corona Unida y que significan algo más que el simple espejo de una cultura machista”.

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