Alfredo Serrano Mancilla*
La XXIII Cumbre Iberoamericana celebrada en Panamá ha pasado más desapercibida que de costumbre. Este encuentro anual ya no llama la atención de casi nadie. Poco sentido tiene continuar haciéndose eco de un evento que pretende reunir a un bloque geopolítico inexistente. Iberoamérica ya no es ningún pivote sólido en esta transición geoeconómica que está desencadenando un nuevo mundo policéntrico. América Latina es –afortunadamente– una región bien diferente de aquella que conformaba parte de la Comunidad Iberoamericana de Naciones en esa primera cumbre –de Guadalajara– en pleno auge del neoliberalismo a nivel mundial, en el año 1991. Además, España y Portugal tampoco son los mismos de aquellos que aparentaban ser países exitosos centrales en plena integración europea.
El largo siglo XX, como diría Arrighi, acabó, y en estos años todo se va reconfigurando en modo tan incomparable que Iberoamérica es ya más un abuso del lenguaje que un constructo geopolítico en sí mismo.
Las ausencias claramente evidencian el desinterés por este tipo de eventos. El eje progresista prefirió no perder tiempo en esta cita tan inútil; los presidentes de los países del ALBA (Ecuador, Venezuela, Bolivia y Nicaragua) no acudieron –incluso sin la necesidad de dar excusa alguna. La presidenta Fernández sigue en reposo tras la operación. Mujica (Uruguay) alegó problemas de salud. Rousseff (Brasil) tampoco fue. A estas deserciones se les sumaron también presidentes del otro bloque: Piñera (Chile) y Humala (Perú), como miembros de la Alianza Pacífico, y Pérez Molina (Guatemala), tampoco aparecieron. La cumbre sólo reunió a unos pocos que no generaron ni expectativas ni apariencias de bloque como tal. Fue todo más una suerte de “cada loco con su tema” que un encuentro estructurado; Santos venía a contar que todo avanzaba en las negociaciones de paz con las FARC; Peña Nieto escapando de un México en protesta para pensar qué fuegos artificiales diseñar para que la próxima cumbre de Veracruz sea más televisada, y el mejor fue sin duda Rajoy, que se dedicó a mentir de nuevo al mundo, a América latina y a los propios españoles, manifestando que “España está saliendo ya de la crisis con una economía saneada y reforzada”. No sólo eso, sino que sigue sin entender que buena parte de América Latina ya no quiere ni escuchar de “amplio y ambicioso plan de reformas estructurales”. Como no, en calidad no de presidente, y más en condición de Representante de los Grandes Empresarios de España, volvió al slogan cansino de siempre: “España también es una oportunidad para América Latina”. Fin de la cita.
El fracaso de esta cumbre está íntimamente relacionado con el triunfo de una América Latina más soberana y emancipada; si cabe, más bolivarianizada. La creación de Unasur, la reciente conformación de la Celac y la solidez del ALBA y de Mercosur son claras muestras que las cumbres ya no pasan por Europa. A pesar del fuerte ligazón cultural aún existente entre ambos lados del Atlántico, la relación de buena parte de América Latina con España y Portugal ya no es de dependencia. El insostenible diálogo entre modelos antagónicos, entre proyectos de soberanía popular (Venezuela, Ecuador, Bolivia y Argentina) y propuestas neoliberales (España, Portugal, Colombia, Chile, México) es inexorablemente un freno vigoroso para que este espacio iberoamericano camine. De hecho, la disputa ya no es exclusiva geográfica, entre uno y otro lado del océano, sino que América latina tiene tal entidad propia que es en ese mismo espacio donde tienen cabida los nuevos debates y tensiones. La América Latina progresista no parece estar muy dispuesta a proseguir escuchando a un decadente rey de España mandando a callar a un líder histórico como Chávez. La soberanía lograda es eso y no lo que nos cuenta Rajoy cuando defiende a capitales privados como los de Repsol, Telefónica, BBVA o Banco Santander. Manipulando a Kapuscinski en su libro Ebano, “en términos geopolíticos, Iberoamérica ya no existe”. (Tomado de Página/12)
(*) El autor es Doctor en Economía.
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