Desde el destape de Abu Ghraib a la fecha no paran de aparecer nuevas denuncias sobre torturas. |
Que Washington promueva y recurra a la tortura no sorprende en sociedades cuyos países han sido víctimas de la política colonialista de Estados Unidos. Por ejemplo, es público y sabido que la CIA ha recurrido en forma regular a la tortura y la ha promovido entre los regímenes totalitarios aliados de su país.
Desde 1997 Washington reconoció que esa dependencia participó en el entrenamiento y el financiamiento de los torturadores empleados por la dictadura militar instaurada en Chile el 11 de septiembre de 1973; hace más de tres lustros, el Pentágono desclasificó siete manuales de contrainsurgencia, elaborados en décadas anteriores, que contenían instrucciones precisas para torturar a detenidos; de la CIA se conocen al menos cuatro documentos similares, hechos públicos en esa misma época.
Más tarde, en 2004, el mundo conoció algunas prácticas de tortura y asesinato que militares y civiles estadounidenses llevaban a cabo en la prisión iraquí de Abu Ghraib y en otros centros de reclusión –como las cárceles afganas de Bagram– empleados por las fuerzas de Washington en las agresiones contra Afganistán e Irak. Posteriormente se dio a conocer el programa de vuelos secretos organizado por el gobierno de George W. Bush para mover a sospechosos de terrorismo entre centros de detención clandestinos en los que también, por cierto, se torturaba y asesinaba.
Tales conocimientos fueron notablemente ampliados por las revelaciones de Chelsea Manning –difundidas, a su vez, por Wikileaks– sobre algunos crímenes de lesa humanidad que las fuerzas estadounidenses cometieron en las dos naciones referidas en una guerra contra el terrorismo que fue, en realidad, una empresa de rapiña, corrupción y promoción de intereses geoestratégicos y empresariales del círculo cercano a la Casa Blanca.
En todo caso, la información de The Washington Post constituye un agravante adicional al descrédito del gobierno estadounidense, de por sí afectado por el escándalo de la recopilación ilegal de información de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA, por sus siglas en inglés) y sus labores de espionaje contra gobiernos, empresas, funcionarios y ciudadanos anónimos de más de un centenar de países. Cuando aún no acaban de asentarse las consecuencias de la revelación correspondiente, debida al ex analista Edward Snowden, la confrontación entre la CIA y el Capitolio obliga a recordar que ambas instituciones han transgredido en forma sistemática, deliberada y programada las leyes internacionales, estadounidenses y de otros países, y violado de la misma manera los derechos humanos de incontables personas.
Si a ello se agregan las operaciones encubiertas e igualmente delictivas realizadas en años recientes en territorio mexicano por otras dependencias de Washington como la oficina antidrogas (DEA) y la institución de control de alcohol, tabaco y armas de fuego (ATF), resulta obligado concluir que el gobierno de Estados Unidos carece de autoridad moral para invocar la legalidad o para justificar sus acciones en nombre de los derechos humanos: es, llanamente, un régimen ilegal, militarista y brutal que no ha dudado en practicar el terrorismo cuando así ha convenido a la defensa de sus intereses ni en demoler democracias establecidas para satisfacer los apetitos de ganancias de sus corporaciones. Si el grueso de la opinión pública estadounidense no ha podido ver esta dolorosa realidad, ello se debe, en buena medida, al poderío de un apararto mediático mendaz y distorsionador que no sólo ha buscado encubrir el rostro más impresentable del poder público estadounidense, sino que lo hace aparecer como comprometido con la democracia, los derechos humanos y, a últimas fechas, hasta como promotor de la paz. (Editorial del diario La Jornada)
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