Andrés Neuman*
A los espectadores con más apetito de leyenda que de análisis, Messi les propina (aunque él no lo imagine) un jeroglífico ideológico. Una contradicción que, al margen de su talento mayúsculo, apenas encuentra precedentes en la historia futbolera: el desconcierto de un genio que no es un líder. Que no puede ni quiere serlo.
El ojo contemporáneo tiende a exigir a los genios que sobreactúen sus cualidades. Que las sazonen con sensacionalistas dosis de teatralidad. El lenguaje no verbal de Messi (del verbal ya ni hablemos) resulta en cambio herméticamente aburrido. Quizá sólo Zidane transmitió en el campo ese distanciamiento introvertido. Pero, por su demarcación, el grácil Zizou intervenía de manera más constante en el juego. Y tenía además algo de lo que Messi parece carecer: una rabia oculta debajo de la atonía, una irascibilidad repentina que, tanto en la selección francesa como en el Real Madrid, emergía ocasionalmente cuando las circunstancias se volvían adversas.
La inevitable autoridad que Messi ha terminado ejerciendo en el Barcelona o la selección argentina no parece consecuencia de la vocación de mando, sino del rendimiento concreto en la cancha. De la productividad ensimismada de sus goles y la brutal frecuencia de sus récords. Esa autoridad (siempre tan peligrosa para quien la ostenta y tan delicada de gestionar para quienes lo rodean) ha llegado de hecho con un cierto retraso con respecto a sus méritos. Cualquier otro jugador superlativo, llámese Maradona, Ronaldinho o Cristiano, habría conseguido adueñarse de su equipo con mayor rapidez.
No me engaño con la fábula pueril de que Messi es tan humilde que desprecia el poder. Quienes sostienen semejante idea subestiman a su interlocutor y, sobre todo, al poder. Pienso más bien que a Messi le interesa un tipo específico de poder: el de jugar como le da la gana sin que nadie le pida explicaciones. Desde su estatus de estrella, no parece esperar tanto que los demás hagan lo que él dice, como que los demás le permitan hacer lo que a él le da la gana. Así como Maradona se comportaba como una especie de líder sindical (con todas las contradicciones y demagogias del cargo), así como Pelé o Platini prefirieron convertirse en altos ejecutivos, o así como Zidane fue una suerte de silencioso guía espiritual, Messi sólo parece cómodo con una radical libertad individual. Anarquista sin teoría, más que imponer su ley, elude la ley ajena.
Messi tampoco encaja en los modelos conocidos de capitán: el mesianismo hiperquinético de Maradona o Cristiano, la infatigable ejemplaridad de Raúl o Puyol, el magnetismo táctico de Guardiola o Xavi, la veteranía incontestable de Maldini o Gerrard. Ni siquiera posee la seducción del rebelde solitario, la intermitencia polémica de genios de la inadaptación como Garrincha, Romario, Ronaldo, Guti o Riquelme. Por eso quizá resulte un tanto contra natura otorgarle el brazalete. En un deporte de complejidad tan colectiva como el fútbol, la capitanía no suele portarla simplemente el mejor jugador, sino aquel con mayor capacidad de convocatoria entre sus compañeros. O, a la manera inglesa o italiana, el jugador más curtido. En ninguno de esos casos está Messi, a quien la capitanía en la selección argentina parece habérsele concedido por la razón opuesta que a sus antecesores: como estímulo anímico para él, más que para sus compañeros.
El extraño partido contra Irán, conjunto que mostró una sorprendente capacidad asociativa, estuvo al borde del bochorno hasta que Messi lo resolvió como le gusta: arrancando desde la derecha, en busca del perfil interior para el disparo entre varios defensores. Disciplina diagonal que había sido elevada a la exquisitez por Maradona en dos mundiales bien distintos, en el 86 contra Bélgica y y en el 94 contra Grecia. En cuanto terminó el partido, Sergio Romero resumió el encuentro con esa tensa capacidad observadora que suelen tener los arqueros. «El enano frotó la lámpara», dijo Romero. Fue algo más que una metáfora en confianza. El enano y la lámpara. Así se lo espera a Messi: como una providencia casi externa al equipo. Más como un fugaz milagro que como el resultado de una actitud contagiosa.
¿Por qué en el Mundial anterior, pese a llegar en mejor forma física, Messi no fue tan decisivo como está siéndolo en este? Puede que fuera porque su entrenador, en uno de sus legendarios ataques de narcisismo, se empeñó en hacerle de espejo. La única manera que Maradona (y un país entero) encontró de admirar a Messi fue tratarlo como si fuera él. Un año antes de que Sabella le concediese el brazalete a otro 10 zurdo, Maradona lo obligó a sobreactuar un liderazgo a semejanza suya. Por eso le pidió (o cuando menos permitió) que bajara demasiado a recibir la pelota, en vez de moderarle esa ansiedad para esperar la jugada donde es en verdad mortífero: a diez metros del área, exactamente donde jugaba con Guardiola. Desde que fue elevado a líder de la selección, a Messi le piden que marque el ritmo del partido, cuando su capacidad tiene que ver con lo opuesto: alterarlo.
Como todo lo grande, el fútbol se entiende mejor más allá de sí mismo. «Siendo tan tímido», le preguntó cierta vez una amiga de la infancia, «¿cómo podés salir a la cancha y hacer lo que hacés delante de cien mil tipos que te están mirando?». Messi sonrió tenuemente y pronunció quizá la mejor respuesta que, dada su afasia, pronunciará en toda su vida: «No sé. No soy yo».
No soy yo, contestó Messi, sin pensar en lo mucho que nos hace pensar. O quién sabe si al contrario: sólo entonces es él. Sólo entonces, dentro de la cancha, averigua quién es. El resto del personaje hiberna entre partido y partido. En ese sentido, encarna el antídoto del miedo escénico. Su verdadera personalidad vive ahí, en el riesgo. Todo lo demás parece producirle una mezcla de pudor y fastidio.
A Messi, en definitiva, tendemos a pedirle que sea lo que no es. Más que con los bajones en su rendimiento, el problema tiene que ver con las expectativas ajenas. Por eso resultaría justo empezar a interpretarlo como lo que es: un genio que (siguiendo la norma de los genios) nos fuerza a reescribir nuestros lugares comunes. Aprender a leerlo nos permitirá disfrutar de él antes de que decline. Entonces empezaremos, como siempre, a echarlo de menos demasiado tarde. (Tomado del blog del autor)
(*) Escritor nacido en Buenos Aires (1977) radicado en España. Autor de una vasta obra publicada en 17 idiomas, es profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Granada. Está consoderado entre los nuevos autores más destacados de Latinoamérica, y fue seleccionado por la revista británica Granta entre los 22 mejores narradores jóvenes en español.
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