Julio Martínez Molina
Ni conservador ni victoriano; ni pacato ni gazmoño. Solo portador -eso quiero pensar-, de un mínimo de sentido común. Cuanto se creyó sería tan solo una moda pasajera, otra más, prendió fuerza con tanta saña en Cuba como la burocracia, el maltrato al prójimo o el marabú. El reguetón, no contento con desbordar en cada cuadra los tímpanos de personas mayores o de cualquier edad lancinadas por ese patrón ritmático primitivo (nunca música), se hizo dueño, hace años, del sistema general de transporte de la nación -privado y estatal-, instituciones, centros recreativos. En estos últimos, hasta en los menos pensados, existen canales internos de reproducción por DVD donde las 24 horas torturan al cliente con los tambores de Kong de “grandes machos” con tremendos complejos de inferioridad, porque ningún hombre, en pos de confirmar su sexo ante la colectividad, está precisado de ser tan prepotente, humillador, ofensivo y denostador de la mujer, los niños, los ancianos, las buenas costumbres o los valores cívicos de un país.
Lamentablemente, pese a que los congresos van y los congresos vienen, los planteamientos de los intelectuales son ignorados en cada sitio, o feudo, por administraciones desentendidas del todo de los encargados del tema música. Ellos, manus militaris, atacan con artillería pesada a quienes no desean oír esa retahíla de imbecilidades machistas a decibeles estratosféricos. Su mejor defensa cuando son interpelados es que complacen al público con su preferencia. Se equivocan, es nada más a un receptor condicionado mentalmente a recibirlo, porque fue inducido por todas las vías a ello; porque los medios siguen sin jugar su papel; porque la educación artística y musical en el sistema docente cubano es precaria; porque quien no entra en la “horma” resulta incomprendido por la masa: mucho más si es adolescente o joven.
Así andamos y así vamos, lo cual no está bien, supongo. A lo mejor no queda otra que coincidir con un gran escritor cubano contemporáneo, cuando, pocos años atrás, escribió que el de marras era el ritmo que se merecía una época tan sórdida. Ahora bien, deben existir ciertos topes, determinados flancos no factibles de someterse a semejante contaminación sonora. Hace escasos días asistí a la reapertura del palacio de pioneros de un municipio. El recibimiento fue una grabadora en el patio con un reguetón de los bien “tú sabes” enlodando las percepciones de esos inocentes. Echaron basura en el verde jardín; en la sábana blanca vertieron hollín. Los ratones entraron al huerto de los pioneros, con Guaso y Carburo de vacaciones. Por fortuna, una de las funcionarias que nos acompañaba se lo hizo notar a la responsable de la musicalización del acto. Lo quitó, al menos de momento.
Semanas antes, la televisión publicaba un reportaje sobre el montaje de una suerte de “banda” rítmica. Entre las entrevistadas figuraba una niña de algo más de dos años, quien apenas sabía hablar, pero a la cual le enseñaron a contorsionarse como las bailarinas de Pitbull. Aquello era visto, por los enfocados por la cámara y el entrevistador, como algo sumamente gracioso.
Que cada quien, de modo individual, fragüe la banda sonora de su vida con el ritmo que le convenga, pero en su casa. La dirección de las instituciones (de cual tipo fueren), deben desempeñar su papel, precisan poner ojo avizor para impedir desaguisados tales. Si además de vivir en medio de una crisis económica, con divorcios en crecimientos exponenciales, violencia al aumento, alcoholismo desenfrenado u otros males, a nuestras niñas las van a enseñar a “perrear” desde que nacen… ¿Qué les podremos pedir mañana?
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