Emma Sofía Morales
No es preciso escribir mucho para conocerle mucho. Hay obras que hablarán por sí mismas de cuanta traza dejó por la vida para quienes fue amigo, maestro y consejero. O de la pasión que estrujó a diario en el arduo camino de la cultura de esta ciudad como acucioso investigador, conferencista, escritor y poeta; sacerdote, profesor, biógrafo, ensayista, bibliógrafo, humanista, bibliotecario…, en una existencia fecunda y sin descanso, que resultó escasa para realizar tanto sueño en los 61 años que estuvo.
José Díaz Roque no dejó de sorprendernos ni con la misma muerte, acaecida este 22 de octubre en una maniobra maestra, sutil y vertiginosa, cuando muchos suponíamos que la engañaría con toda su sagacidad, con la misma sabiduría empuñada para fundar y crear.
Desde un reducido sitio en la Biblioteca Provincial Roberto García Valdés, donde echó raíces, tendió puentes y cultivó pensamientos, Jose expandió erudición y laboriosidad tal, que escasearían vocabulario y espacio para nombrarlas y no pecar de omisiones dentro de una existencia imprescindible y abruptamente inconclusa.
Martiano arraigado y convencido, quijote incansable en defensa de la cienfuegueridad, de su intelecto y talento brotaron las áreas especiales para ciegos de las bibliotecas públicas cubanas, proyecto primigenio prolongado más tarde en otros como la fundación de la revista cultural Ariel, de la cual fuera director y dejaría al pairo, solo cuando los sentidos dejaron de responderle. Artífice de eventos en torno a las figuras de Carlos Rafael Rodríguez y Samuel Feijóo.
Omnipresente en el quehacer de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, la Unión Nacional de Historiadores de Cuba, el Centro Provincial del Libro y la Literatura, la Sociedad Cultural José Martí, el Consejo Científico de Cultura en la provincia, el Centro de Promoción e Investigación Literaria Florentino Morales, el Contingente Cultural Juan Marinello, entre otros muchos, conocieron sus denuedos como intelectual de vanguardia.
En solitario o en coautoría con otros intelectuales nos deja como herencia un abultado dossier de títulos de poesía, ensayo, crítica literaria, narrativa…, y para honrar su esfuerzo distinciones y reconocimientos nacionales e internacionales como el Premio Jagua, el de mayor rango dentro de la cultura local, así como también en concursos nacionales y locales.
Observador, crítico, de silencios sobreentendidos, analítico y reflexivo, fue capaz de comunicar y responder con la mirada, de vencer con el silencio o el gesto, convencer con una palabra sola, cubrirse con armadura de ideas, provocar el intercambio que enriquece, dejar la piel en cada batalla, sin ruidos ni excesos…
Para quienes lo conocimos desde los años juveniles y conservamos el mote que nos endilgó y llevaremos de por vida, siempre estará ahí, tras el pequeño buró de la biblioteca; aferrado a una vieja máquina de escribir; parapetado en una humeante taza de café; envuelto en el humo de un cigarro sempiterno y peligroso; disertando sobre lo humano y lo divino; apasionado y rotundo.
Tal vez, Jose merecía la oportunidad de escribir su propio obituario, no una crónica inconclusa y magra incapaz de atrapar la vastedad de su carácter y redactada por alguien que, bajo el peso de lo insólito y la amargura, aún no interioriza la realidad de su muerte.
Nadie como él lo hubiera hecho mejor.
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