Julio Martínez Molina
En realidad, escasas posibilidades ha tenido a través del tiempo el ciudadano de este país de vestirse bien. Pese a indicios de “despunte” en algún momento histórico hoy día ya olvidado, nuestra bloqueada industria textil tercermundista -desprovista de tecnología, capacidad de diseño y materia prima para confeccionar de forma serial las principales prendas- no favoreció dicho objetivo. Ello resultó paliado en grado menor por adalides locales de la moda (personalidades o proyectos cuya obra era solo simbólica, pues las piezas no podían distribuirse a escala masiva), la progresivamente expandida aunque nunca preminente red artesanal existente a lo largo de la Isla, la ropa traída por nuestros becarios en la Unión Soviética, Checoslovaquia, la República Democrática Alemana u otras pocas naciones del bloque socialista de Europa del Este, los combatientes de Angola o Etiopía y algunos viajantes, de esos que siempre lo hicieron, lo hacen y lo harán en todos los períodos.
Luego de la época clonada de las camisas Yumurí, los “fajaos” y otras penurias del hábito relativas al tiempo pretérito, se abrió un boquete de luz con la medida de la despenalización del dólar y la consiguiente apertura masiva de las tiendas a los cubanos, quienes comenzamos a hacer las primeras tímidas compras de nuestra ropita en aquellos santuarios otrora prohibitivos.
Tras comenzar la era del amor entre jovencitas criollas y veteranos del exterior -historias románticas vertebradas como uno de los grandes regalos del período especial a este pueblo-, aparecieron otros mecanismos de entrada, en senda abierta de forma extraoficial antes de despenalizarse la tenencia de divisa mediante el canje con turistas y los estudiantes extranjeros de las universidades -de forma especial la de La Habana-, quienes vendían la ropa a sus colegas del patio o se las intercambiaban por diversos productos.
O sea, hasta el momento (años '90) ya los cubanos habíamos conocido una apurada globalización del vestuario incluyente de la sosa producción nacional; más el proveniente de África, Europa, Asia y las Antillas Menores.
Durante el siglo XXI, sin mucha novedad en la creatividad industrial patria, se registraron nuevos mecanismos de arribo. En la actualidad, un grupo favorecido de personas se beneficia de ropa traída por familiares, amistades o “mulas” de Estados Unidos. Creció la empresa de la “reciclada” (este singular tema, por sí solo, amerita un comentario). Aumentaron de forma exponencial las misiones internacionalistas en decenas de países y apareció en el mapa, de forma más reciente, la gallina de los huevos de oro de los exportadores individuales: Ecuador. Del centro del mundo hacia nuestro archipiélago se han transportado centenares de toneladas de ropa a lo largo del lustro más reciente: casi tanta como de Colón, Panamá; esta a escala estatal. Tan grande es dicho volumen, que deja por debajo a la mayoría de las categorías de entrada. Por supuesto, no es igual el vestuario a hallar en los pulgueros de Quito que en las tiendas de Madrid o Miami. Lo barato sale caro y carísimo le ha salido a la estética del vestuario colectivo nacional dicha arribazón. Como el almendrón de Arnaldo, resuelve; pero uniformizó un panorama criollo desolador.
Me entero por un alucinante reportaje transmitido hace dos semanas en el NTV estelar (de buenas intenciones, el problema fue la respuesta de algunos jefes entrevistados) de que los entes nacionales encargados de adquirir la ropa de nuestras tiendas recaudadoras de divisa se preocupan sobremanera porque “esté a la moda” y “sea representativa de la necesaria variedad”.
Debo vivir, como la Olivia Dunham de Fringe, en un universo paralelo. Esos camaradas no frecuentan las mismas mías. Es cierto que las prendas de vestir allí expuestas, al menos para mi apreciación (que -aclaro-, no es la de la mayor parte de las personas sobre el particular, quienes en el propio reportaje televisivo opinaron de forma muy negativa sobre dicha oferta) no son tan horrorosas como las proreguetoneras oriundas de la tierra de Guayasamín, pero distan mucho de cuanto demanda y requiere el pueblo cubano. Salvo la de algunas boutiques, inaccesibles para el ciudadano medio por su precio, la mercadería textil del resto del sistema es -en buena porción- afuncional, monocorde, obsolescente, de tallas pequeñas o extragrandes.
De tal que, entre la solvencia financiera media y las distintas opciones manejables, la ecuación es tan indespejable como el problema de la última prueba de ingresos de Matemáticas a la Universidad. Semejante a la de alimentarse o transportarse, la de vestir resulta una verdadera preocupación dentro de nuestra realidad social, la cual ojalá algún día podamos resolver.
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