El fenómeno se ha hecho viral, dicho en un término que boga en las aguas de las redes sociales. |
Ahora que el 20 de Julio serán abiertas embajadas en las respectivas capitales de Cuba y EEUU, quizá sea el primer paso para que, a lo mejor en tanto parte del intercambio cultural, pueda venir alguna vez a nuestro país el equipo de una serie tan popular aquí como La Teoría del Big Bang.
De ser esto posible, el personaje protagónico de Sheldon Cooper haría las delicias acá, dada su manifiesta afición por la vexilología (o ciencia encargada de estudiar las banderas).
Los creadores de la teleserie tendrían la posibilidad de filmar un capítulo especial sobre el nerd más entrañable del planeta y sus compañeros cubanos de hobby, esos dueños de autos (y otros artefactos rodantes) en cuyos laterales flamean las heráldicas de Suiza, España, Italia, México, Estados Unidos, Inglaterra y hasta algunos pabellones cuya identidad desconozco.
Los teóricos de las tesis más abiertas de la posmodernidad y de la utopía en estado de pureza absoluta tendrían orgasmos múltiples al apreciar la bonhomía total de dichos nacionales, su afán integrador, tal talante solidario e internacionalista, su intensidad amatoria planetaria. El verdadero Hombre Nuevo dentro de un Moksvich retocado para usos mercantiles.
Por otro lado, la psicología moderna, menos filosofal y más práctica, quizá, establecería puentes conectivos entre la citada tendencia y el escaso aseguramiento de juguetes durante la infancia a la generación de los actuales propietarios, en su mayor segmento juvenil. Es que el auto, convertido en un gran motivo psíquico-lúdico (donde comulgan hedonismo, erótica del poder, deseos reprimidos, sueños infantiles), a la larga constituye la transubstanciación corpórea del camión gallego ambicionado que no obtuvimos durante el sorteo de los dirigidos/básicos/no básicos, desde el cual -al presente- damos riendas a todas las necesidades del cuerpo y la mente: desde la natural locomotiva hasta las quiméricas relacionadas con anhelos flotantes.
El banderío internacional, de acogernos a dicha posible cuerda de sentidos, sería factible de interpretarse, en consecuencia, cual la entelequia del desplazamiento no realizado. Si “viajar es morir y nacer en cada segundo”, según Víctor Hugo, el pendón extranjero ondeando en la ventanilla permitiría al dueño hacerse a la idea de estar surcando los vastos horizontes cuando en verdad realiza, digamos por ejemplo, solo una tiradita hasta Rancho Luna.
El fenómeno integra el panteón de curiosidades del realismo mágico cubano, contra el cual no va aquí ni celebración ni crítica (cada quien es libre de colgar donde le plazca desde una calcomanía de Hannah Montana hasta la de los Elefantes de Cienfuegos). Media en el comentario, no más, la constatación del hecho. Lo único feo de cómo yo veo el asunto radica en la poca presencia, en tal multinacional desfile, de la insignia amada por Bonifacio y por la cual, a sus 42 años, el hijo más prometedor de este país perdió su vida en Dos Ríos.
Amén de las instituciones gubernamentales, la enseña patria norteamericana ondea también en decenas de millones de hogares, en cada cuadra. Aquí solo en las celebraciones por el 26 de Julio u otros contados momentos. No ayuda en tal sentido la producción industrial del símbolo; sí estampado, caso contrario, en pulóveres con intención de souvenir para turistas u otros motivos.
Es inmenso el poder ideológico de una bandera. Eso se acaba de evidenciar, una vez más en la historia, tras la matanza racista en Charleston y la polémica suscitada por la exhibición de la enseña confederada. Generalizados durante la Edad Media en tanto prosecución de la heráldica, los pendones nacionales constituyen blasones remisivos a identidad, patriotismo, soberanía, orgullo de pertenecer a un colectivo determinado.
Si no fuesen portadoras de extraordinario valor simbólico, los superpoderes soviético y norteamericano no hubiesen convertido en referencias históricas y colosal arma de propaganda las fotografías del soldado del Ejército Rojo sobre el Reichstag y la de los marines izando la suya en Iwo Jima.
José Enrique Ruiz-Domènec, catedrático de Historia en la Universidad Autónoma de Barcelona y autor del muy leído ensayo Europa: las claves de su historia, opina con toda razón que “hay mucha semiótica escondida en el uso de las banderas que trabaja sobre el inconsciente. Triunfan porque es cierto que provocan grandes emociones en muchos países”. José Manuel Erbez, Secretario de la Sociedad Española de Vexilología, afirma que "antes tenían más bien la función de identificar objetos y colectivos con el rey, como señalar el barco del monarca. Cuando la bandera pasa a identificar un colectivo es cuando empieza a tener una carga simbólica más fuerte y más emocional. La gente sigue necesitando identificarse con un grupo y la bandera es un símbolo enorme: es una forma sencilla de expresar una idea muy compleja”. Sin dudas.
Algunos exageran y van al extremo exhibicionista. |
No hay comentarios:
Publicar un comentario