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lunes, 11 de abril de 2011

Sobre las mismas huellas

Melissa Cordero Novo
Vengo de allá,
de la Ciénaga,
del redimido
pantano…

Jesús Orta Ruiz

LA MAÑANA ME CRECIÓ de pronto. Y también "se me entraron por el tronco de la sangre hasta la raíz del llanto", ese manojo de anécdotas profundas.
Llegamos a Playa Girón con un libro de Raúl Corrales bajo el brazo. Decenas de historias vinieron colgadas de los poros de mi piel, y la agonía por los niños mártires se me hizo eterna. Pisé el escenario de los valientes, el sitio donde la sangre y el dolor gritaron bien alto en una madrugada de 1961, los lugares donde violaron al cielo y a los humedales sagrados de la Ciénaga.
Caminé sobre los mismos pasos de los mercenarios,y por mi lado pasaron sus escopetas embarradas de vida. Me detuve ante todos los cuerpos sin luces. Los vi abandonar las almas. Luego quedé junto a ellos en los lugares que nadie conoce, en los furtivos... Después, todo fue silencio.
Hoy las olas saben a calma, los atardeceres no duelen, los aires ya no trasportan cargas pesadas de plomo, la arena no más soporta aquellos pies con metralletas, no duele el tiempo, no se nublan los sueños. Asombra la tranquilidad y los pobladores, que llevan con orgullo y sobre el pecho, su gentilicio. Es admirable la historia desbordada en cada rincón, en cada palabra...
Soplillar es un pequeño asentamiento de carboneros ubicado en un punto entre Girón y Playa Larga. Un gran cartel descubre el sendero. Doblamos a la izquierda. La fina y larga vía es mágica, y de repente nos parece que transitamos algún túnel del tiempo. La luz está allá, al final del camino. Y sabe a humo de carbón.
Nos perdimos por unos instantes, instantes ciegos. Andábamos en busca del sitio donde un 24 de diciembre de 1959, Fidel Castro cenó, a la luz de la luna, con las familias más humildes del lugar. Preguntamos a unos señores de sombreros gigantes y su mano se levantó en la única dirección que no tomamos. Antes de girar, indagamos por ella. – Es allá, en aquella casa del tanque de hierro encima. Y tocamos a su puerta. Ya no es esa niña de trece años a quien le asesinaron unos zapatos blancos. Me sorprendió mucho verla caminar, entrar a su casa, escucharla narrar su historia; y me estremecí cuando la vi llorar. Nemesia es una mujer esculpida en mármol y lágrimas.
Retomamos el enigma del sendero. Nos extraviamos nuevamente, hasta que otras manos solidarias nos salvaron del naufragio. Remamos unos metros hasta descubrir el islote. En medio de la nada se nos apareció una perfecta reproducción del sitio que pisó Fidel hace más de medio siglo. Está allí desde 1999, año del aniversario 40 del suceso.
La escena, pintada sobre la soledad del monte, aún está fresca y huele a pincel mojado. Un bohío. Otro. Carbón decorando el piso de tierra. Dos faroles y unas pocas camas. Un horno, en otra esquina, el mismo que encendió siempre las noches. Una mesa techada de estrellas. Los taburetes abrazando el rocío. Calma.
El Comandante en Jefe se encontraba de recorrido por la Ciénaga, ataba los cordones todos de la nueva Revolución. Al percatarse de la fecha, surgió, entre sus acompañantes, la duda de dónde cenarían esa noche. Fidel respondió que lo harían con los carboneros más humildes de la Ciénaga. De inmediato la da la misión a Enrique Núñez Jiménez, quien lo acompañaba, de realizar un recorrido para localizar el sitio justo.
Núñez vino desde la Laguna del Tesoro, hasta el lugar donde nos encontrábamos. Había allí dos familias que desde muy temprano organizaban los preparativos para celebrar la tradición. Sobre las púas estaban los lechones, y sobre la mesa, algunos turrones que pudieron comprar en la tienda del batey. Enrique les preguntó si podían venir a cenar esa noche, y la respuesta no se hizo esperar. Claro que podían.
El sol se puso de forma diferente esa día en la Ciénaga. Llegó Fidel junto al anochecer. Todos los pobladores de los alrededores, al saber que el Comandante se encontraba en el lugar, vinieron para también cenar con él. Las familias anfitrionas eran las conformadas por Rogelio García y Pilar Montano junto a siete hijos; y Carlos Méndez y Francisca Mengual junto a seis vástagos.
El momento fue histórico: la primera nochebuena en plena Revolución. Las imágenes que hoy están reproducidas en las paredes de los bohíos, son muestra fiel de lo que esa noche sucedió en Soplillar. Cuando los carboneros vieron la luz del helicóptero reflejada sobre sus bohíos, pensaron que un lucero había bajado hasta allí aquella noche. Así fue.
Abandonamos el lugar con la nostalgia de quien no sabe cuándo volverá, pero con las historias grabadas en lo más profundo. Rumbo a Playa Girón nos dio la sensación de ser ametrallados y que el cerco de mercenarios era cada vez más peligroso. Fuimos saliendo de las brumas poco a poco, el ruido se fue borrando de las pieles. Se nos apareció ante la vista un gran avión salpicado de historia.
El Museo de Playa Girón es hoy uno de los sitios donde se apocopan las memorias, donde descansan en criptas solemnes, pertenencias y artefactos utilizados por los protagonistas de abril. Remozaban su interior, ampliando los salones expositivos y protegiendo cada uno de sus espacios, una noble manera de recibir el aniversario 50 del suceso más trascendente de estas tierras.
En 1959, el inmueble que ocupa hoy el Museo de Playa Girón, era un albergue para los constructores que construían la villa del mismo nombre. Cinco años más tarde fue sede de una exposición de fotos sobre el desembarco mercenario. El 19 de abril de 1976, bajo la mano de Fidel, quedó inaugurado oficialmente como museo.
Hoy guarda con celo numerosos testimonios de los protagonistas, de familiares de los caídos, la historia narrada en tiempo real por los principales diarios de la época. Atesora un avión original de los combates y reproducciones de los demás dispositivos, tanto de las fuerzas cubanas como de las mercenarias.  La directora del museo, Bárbara Sierra Cobas, aseguró que durante el año 2010 recibieron un total de 77 481 visitantes; de ellos 64 505 nacionales y 12 965 extranjeros.
El sol de la Ciénaga nos bañó de mediodía. Regresamos por el mismo sendero. Andábamos en busca de un combatiente de Girón que viviera en la zona. Y ante un gigante conversamos un buen rato de la tarde. Félix Argelio Laffita Puentes nos recibió en su casa con la amabilidad de los humildes. Nos regaló su historia. Nos hizo caer reverenciados ante sus pies.
Luego se nos adentró como un rayo de arcoíris otro poblado. Pálpite. También pintado de humo de carbón. Personas sonrientes, y mujeres que nos dijeron adiós con marpacíficos rojos colgados de los oídos. Allí conocimos a una familia de carboneros, entre ellos, uno de los hijos de la familia García-Montano. Él también cenó con Fidel aunque era muy pequeño para recordarlo. Hoy planta, junto a otros, madera encendida que desprende carbón. Sus manos, son diferentes.
Las Salinas de San Brito es un refugio natural situado en el mismo corazón de la Ciénaga. Mantener la protección de estos humedales es un desafío para sus guardianes. Decenas de cazadores furtivos intentan extinguir las especies protegidas que habitan el lugar. La fauna es sorprendente. Tocororos, flamencos rosados, pelícanos... descansan todos en las hoy tranquilas aguas de Zapata. Espectaculares vistas, deslumbrantes paisajes que otrora fueron amenazados a punta de escopeta, son la paz misma disfrazada de naturaleza.
Girón nos robó un pedacito del alma. No fuimos los mismos al volver.

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