Julio Martínez Molina
Arthur Schopenhahuer, el llamado filósofo de la tristeza, habló en su día de “la triste esclavitud de estar sometidos a la opinión ajena”. De cierto es bien gráfico el tropo e idílico sería enfurruñarse en un iglú ajeno a pareceres, pero inviable en grado sumo resultaría para la especie misma ni siquiera sopesar el juicio del otro ante nuestros actos o palabras.
Todo ser humano, fundamentalmente si es una figura pública, es escudriñado a lo largo de su vida y obra, en virtud de su proceder, en razón de la consecuencia para consigo mismo de su identidad, visto en el amplio orden de significados que encierra tal palabra.
No entraña ello que semejante “oteo” desdeñe la ley del ser humano abierto al cambio, acorde con la modificación misma producida en su universo particular o general. La vida es perenne estación de ecuaciones donde llegan una y otra vez disímiles incógnitas a despejar en el carril correcto. Evolución, dialéctica, transformación…, podría denominársele de muchas maneras.
Que el ser humano reformula o modifica al paso de los años algunas de sus ideas, según un mundo cambiante al cual debe interpretar volcándose al interior de su dinámica dialéctica y no gravitando desde una órbita externa de sabor a pasado, constituye verdad incuestionable.
Mas, de ahí a remodelar todo su cuerpo de pensamiento de forma progresiva hasta desdibujarse en el recuerdo lo que algún día fue aquel y contornearse en el presente las líneas de una nueva mentalidad reacia a validar antaños principios y convicciones, va no solo una larga distancia sino un cambio de denominación de su actitud.
La inconsecuencia con los ideales pasa por algo esencial llamado ausencia de vergüenza.
En uno de sus artículos, el Teólogo de la Liberación brasilero, Leonardo Boff, habla de cómo la vergüenza condiciona la fuerza moral de una causa:
“Benjamín Franklin (1706-1790) fue editor, refinado intelectual, escritor, pensador, naturalista, inventor, educador y político, (…) uno de los padres fundadores de la patria estadounidense y un participante decisivo en la elaboración de la Constitución de 1776. Ese mismo año fue enviado a Francia como embajador. Frecuentaba los salones y era celebrado como sabio hasta el punto de que el propio Voltaire, ya anciano de 84 años, salió a recibirle en la Real Academia.
“Cierta tarde, se encontraba en el Café Procope de Saint-Germain-des-Près, cuando irrumpió salón adentro un joven abogado y revolucionario, Georges Dantón, diciendo en voz alta para que todos lo oyesen: El mundo no es más que injusticia y miseria. ¿Dónde están las sanciones? Y dirigiéndose a Franklin le preguntó provocativamente: Señor Franklin, ¿por detrás de la Declaración de Independencia norteamericana, no hay justicia, ni una fuerza militar que imponga respeto? Franklin serenamente contestó: Se equivoca, señor Dantón, detrás de la Declaración hay un inestimable y perenne poder: el poder de la vergüenza (the power of shame).
El mundo toma el café cada mañana ante periódicos que reproducen los rostros y nombres de transfuguistas ideológicos de toda laya y estrado (políticos, intelectuales, periodistas…), quienes desvergonzadamente trocaron de súbito, o de a poco, su pensar.
Javier Ortiz, columnista del diario español Público, sostenía con razón en uno de sus artículos que “por lo general, se trata de gente que no decide sus actos en conformidad con un determinado ideario, sino que primero actúa ateniéndose a sus intereses materiales y luego idea doctrinas que le permitan darse cierta prestancia conceptual. “Llama la atención que la fauna intelectual española, siendo de por sí tan escasa, esté tan poblada de estafadores”, alertaba el periodista sobre un fenómeno sin embargo para nada privativo de allí, y en torno al cual han dilucidado no pocos pensadores contemporáneos.
Los cambiacasacas de la opinión, a quienes no está inmune ningún sistema político o geografía, suelen dar bandazos espeluznantes que resignifican hacia el campo de lo mendaz e ilegítimo toda una, casi siempre, punzante retórica de vida previa. Puros personajes de Voltaire y G. B. Shaw.
Algunos intelectuales otrora portadores de un discurso críptico -solo apto para cenáculos- no dudan en descender al registro más popular, y canonizar expresiones que en la práctica tupen los movimientos de flujo y reflujo del desarrollo socio-cultural, para asombro de sus lectores.
Unos opinan de todo y a veces sin venir a cuento, incluso hasta en virtud de alteraciones emocionales en sus trayectos de vida que rediseñaron sus criterios. En Italia, a estos francotiradores multitemáticos les llaman tuttologos; en otras partes desconozco.
Otros, por su parte, desbarran al mejor postor de todo cuanto defendieron antes en sus vidas, incluso credo. Lo que sí se sabe, desde siempre y no de ahora, es que los cambios de modulación del timbre de un inconsecuente nunca encierran mucho rango de pureza en el mensaje.
No hay comentarios:
Publicar un comentario