Los sermones de Occidente en torno a la “necesidad de democracia en el Medio Oriente” funden su médula espinal en compartir al mundo un mensaje “políticamente correcto”. |
Es un término cuya etimología resulta cuando menos difusa. Tanto que tiene que ver menos con la política que con el engaño, la hipocresía, el eufemismo, el decir huero; bien visto el caso, tampoco remite exactamente a la corrección; sino hacia una idea ilusoria de sí.
Lo “políticamente correcto”, según el entendido actual y no el histórico -habida cuenta de sus oscilaciones semánticas a través de los años- representa una construcción gramatical proclive a identificar los patrones de conducta o lenguaje caracterizados por ir en consonancia con lo que esperan se responda o exprese por una vía determinada ante un fenómeno social, cultural…, siempre acorde con el criterio simplista-conservador-falaz de “luce bien proyectarse así, porque es lo que sienta mejor; no ofende a nadie, y entre ese nadie las normativas que mantienen las apariencias dentro del status quo”.
Devino, a fuerza de uso, instancia supranacional de las dobleces y la falta de compromiso, pero además emblema de la dualidad de universos morales que urden el entramado actual de mensajes políticos, culturales, religiosos.
Un tranquilizante discurso de Obama (el presidente más “políticamente correcto” de la historia de los Estados Unidos) ante la comunidad negra norteamericana sobre su supuesta decisión de apoyar al continente africano, pura fantasía nunca materializada, podría prefigurar cual paradigma de la actitud/concepto referida en este comentario. Mera estratagema esta encubridora de la mentira y la simulación. De hecho, se tragaron África.
En opinión del doctor en filosofía ruso-francés Vladimir Volkoff, quien hizo del asunto tema central de su libro La désinformation par l’image, “lo políticamente correcto prepara el terreno de forma ideal para las operaciones de desinformación. Cuando todo el mundo crea que las verdades pueden ser objetos de trueque, que no existen ni verdades ni mentiras, el mundo estará preparado para recibir la misma propaganda, para participar de la misma pseudo-opinión pública fabricada para consumo universal. Y esta pseudo-opinión pública aceptará cualquier acción, incluidas las más brutales, que indefectiblemente irán en beneficio de los manipuladores”.
Los sermones de las potencias occidentales en la ONU en torno a la “necesidad de democracia en el Medio Oriente” funden su médula espinal en compartir al mundo un mensaje “políticamente correcto”. No puede permitirse que los bárbaros iraníes fabriquen armas nucleares para agredir a la civilización, ni que los afganos lapiden a sus mujeres, los ancianos desvirguen niñas o los iraquíes elijan gobiernos despóticos. Nada de geopolítica o petróleo.
Son las películas y las series familiares de la factoría Walt Disney el non plus ultra de su manifestación en la pantalla. Suelen estar pobladas ellas por esos núcleos familiares incólumes, níveos -el reverso de American Beauty-, los cuales vemos y volveremos a ver en nirvánicos universos stuartlittleanos o en longanizas catódicas infumablemente malas a la manera de Los Jonas Brothers: ahora en nuestra abiertísima televisión nacional.
Es “políticamente correcta” una saga literaria y cinematográfica como la harto pacata Crepúsculo (¡ya va por cuatro¡, sobre cuya gazmoñería infantilona de vampirismo sin sangre y placer erótico sin sexo, este autor se pronunciara en su artículo El vampiro en los tiempos de Hannah Montana.
Más allá de sus virtudes formales (que las tiene) y, aunque no pudiera parecerle tal a primera vista a quien compre su celofán “inclusivista”,de “hay derechos para todos: nerds, homosexuales, paralíticos, gordas, chinos, negros, Downs”, lo resulta igual una serie al estilo de Glee, también exhibida en Cuba.
Teleserie fabricada por la malthussianista cadena Fox, propiedad del pro-ario e imperialista Rupert Murdoch, el coro de McKinley, epicentro del relato donde cantan y bailan coristas o porristas, es mera ilusión de realidad para vender billetes hincando el diente sobre el cruel pero pingüe beneficio de apostar por el leso sofisma de la posibilidad de entendimiento con el diferente allí.
Nada que ver el producto creado por Ryan Murphy -convertido en otro blanco momentáneo de adoración colectiva tras la emisión del serial al planeta y el concierto mundial llevado a un llorón filme en 3D- con el darwinismo social de la nación del Potomac. Sí bien representado este, por ejemplo, en filmes recientes como Los hombres de la compañía, Margin Call o In time. Por un Hawkings o un Zuckerberg (el científico y el creador de Facebook: un discapacitado y un nerd antológicos) que consiguen el éxito, centenares de miles seguirán recibiendo humillaciones toda su vida en aquel reino donde los seres humanos son divididos en “ganadores” y “perdedores”.
A veces, creyendo escapar de lo “políticamente correcto” puede caerse más rápido en sus redes. Tanto se ha pervertido o maleabilizado el asunto de pretender quedar bien en apariencias con etnias, credos de cualquier signo, modus vivendis e identificaciones sexuales que, en ocasiones, lo que pareciera constituir su antítesis -o sea, lo “políticamente incorrecto”, no es tal, sino lo primero. Sería el caso de una lamentable película cubana, la cual pronto estrenarán y tendremos la obligación de comentar.
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