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domingo, 6 de abril de 2014

Nuestra Belleza Latina: en busca de la mujer florero (II y final)

Julio Martínez Molina

Concluía la anterior parte de la serie con las retrógradas declaraciones del jurado-estrella de Nuestra Belleza Latina (NBL) al New York Times: “Yo digo que la belleza interior no existe. Esos son temas que inventaron las no bonitas para justificarse”. Literalmente de un plumazo el ridículo bicharraco se pasó por la piedra un concepto basal relativo a lo filosófico, lo ontológico y, sobre todo, a la sensibilidad humana. ¡Saint Exupery, te ha corregido Osmel Souza, alguien quien llama gordas, feas, descaradas o poco talentosas a las concursantes!
Por supuesto, no puede ser otro el cuerpo ideológico del programa. En esta mamarrachada (telebasura paradigma de enajenación, frivolidad e intrascendencia artística absoluta, la cual le copia bastante a los concursos de Miss Mundo u otros) están buscando, santificando, vendiendo el prototipo ultraviciado de belleza burguesa, de la mascota domesticada que “adorna” esa consabida casa de muñecas (pobre Ibsen, ¿para qué te adelantaste a tu tiempo, si se continúan produciendo aberraciones como estas?

Las mujercitas “cultivadas” del tristemente célebre reality de Univisión, quienes se pasean en cámara como si estuvieran en una feria ganadera, deben poseer una levísima pátina de conocimientos sobre insignificancias; de manera que no luzcan mal cuando sus maridos ricos las presenten en sociedad. El espacio viene siendo el correlato del galán rico en la reaccionaria telenovela latinoamericana. O sea, el redentor, el salvador, quien les permitirá a ellas sus gustos y les conseguirá regalos si se atienen a dos elementos fundamentales: tener un buen trasero, saber donde se ponen los cubiertos en la mesa y poseer tacto para menear el rabito en premio a su opulencia regalada o conquistada a base de ostentar las virtudes menos perdurables, para demostrar su alegría, su agradecimiento. Son la versión humana de Hachiko, aquel perrito que esperaba cada día a Richard Gere en la estación.
En los culebrones de Telemundo Cenicienta entrega el pie al príncipe de turno; mientras que en NBL lo entrega al carruaje (el automóvil y billete con que premian a la nicaragüense, venezolana o salvadoreña ganadora; mientras millones de sus mismas edades pasan hambre, se prostituyen o mueren al intentar llegar al norte de México a bordo de La Bestia, el tren de Caronte. Tan anacrónico, falaz y manipulador que da ganas de vomitar.
El imperialismo mental roba y tergiversa el sentido de los nombres. Nuestra Belleza Latina, la verdadera y no la manipulada en el set de NBL en Miami, está en el gigantesco reservorio de riquezas y tradiciones del continente, en la historia de mujeres como Manuelita Sáenz y Mariana Grajales, en las doctoras cubanas en Brasil, en las fabulosas intérpretes que cantan en el himno Latinoamérica de Calle 13, en las que lucharon en las calles caraqueñas contra la revuelta financiada y preparada por Washington contra la Revolución Bolivariana, en las Madres de Plaza de Mayo. En la poesía de Gabriela Mistral, el canto inmenso de Violeta Parra, la voz de viento triste de Chavela Vargas, las letras de Dulce María Loynaz, un bolero de Miriam Ramos, el brazo de María Caridad Colón, las mujeres guerrilleras de los frentes de liberación, las decenas de millones de centro y suramericanas que luchan día a día por llevarles un bocado de comida a sus hijos. Es esa y no un producto de fórmula preparado por los estrategas del mercado para mcdonalizar al sexo femenino.
Espacios como NBL -o análogos existentes en todo el planeta-, han conducido a innumerables casos de depresión y suicidio de muchachas (“gente descartable”, les llaman) desesperanzadas porque sus conformaciones anatómicas no forman parte de cuanto se entiende y preconiza como “lo ideal”, es decir los conocidos estereotipos de belleza beatificados.
Amén de proyectar una imagen de mujer despersonalizada, sin más identidad que carnes voluptuosas puestas al servicio de otros, como parte de un proceso de cosificación que las termina reduciendo y mostrándolas dependientes y vulnerables a la aprobación ajena, programas de este tipo juegan de forma miserable y cruel con la mentira embellecida, con las falsas ilusiones. Lo resumen bien el pensador español Antonio Fernández Vicente en su ensayo Caridad y envidia televisadas: “Pensemos por ejemplo en esos concursos eliminatorios como La Voz o Tú sí que vales. El formato es siempre el mismo. Para dejar de ser un don nadie, para SER, obtén el reconocimiento público a través de la adaptación a unas reglas del juego excluyentes por principio. Luchando unos contra otros y siendo evaluados, desechados para siempre. Unos pocos triunfarán y los demás continuarán instalados en la miseria”.
Gabriel Lerner, editor del sitio HispanicLA, consideró en artículo sobre NBL que “calificar y evaluar a las chicas por besos a un sapo, meterse en una nevera, escalar paredes y modelar sobre una estera en movimiento serían formidables para aspirantes a trabajar en un circo, o como bomberos. Eso nada tiene que ver con un concurso de belleza femenina. No tiene ningún sentido y además raya en la ridiculez. Lo peor es que quienes pasan estas pruebas de habilidades circenses luego no pueden señalar en un mapa la ubicación de su propio país”. Penoso programa, pobre tele, tristes pautas, dolorosos resultados.

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