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sábado, 19 de mayo de 2012

Después del después


Melissa Cordero Novo

                Qué así como esas 
hojas en el techo / 
                refléjense al morir 
nuestras figuras / 
  agrandadas en el cielo. 
                                             José Martí

Poco pudo hacer el polvo de alas de mariposa. Ínfimos esfuerzos que no detuvieron la pólvora, ni la trayectoria, ni el combate. Allí, en Dos Ríos, se detuvo la grandeza de quien aprendió a comer grilletes y llagas sin desprender una sola lágrima. Allí se detuvo.
Enrique Loynaz del Castillo le arrancó al suelo la sangre coagulada de Martí para echarla en un frasco; dicen que había un reguero grande sobre la tierra. Y Gómez, también de frente al sitio donde cayera el Apóstol, sentenció que Pepe fue a la muerte “con toda la energía y el valor de un hombre de voluntad y entereza indomables”.
Nunca más nadie volvió a montar sobre Baconao, que a pesar de ser herido, salió ileso del enfrentamiento donde murió su jinete. Máximo Gómez ordenó, tiempo después, soltarlo en la finca Sabanilla.
Dijo Martí: “en la cruz murió el hombre un día, hay que aprender a morir en la cruz todos los días”. Y se abrió el cielo, y descendió en tormenta aparatosa la muerte misma para desembocar sobre su rostro. El impacto, la sangre, la caída, no debió ser, no podía ser. Pero no hubo mayor grandeza que la suya, ni mejor destino que el de ese amor desenfrenado por Nubia.
“Morir no es acabar”. Por supuesto que no, mi Martí.

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