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domingo, 9 de diciembre de 2012

Messi

Julio Martínez Molina

Es curioso cómo ciertas aficiones perduran a lo largo de toda la vida, mientras otras desaparecen igual que la presión arterial elevada del penúltimo enojo. Verdadera polilla deportiva, en mi infancia monté un Himalaya de recortes de periódicos sobre cada una de las disciplinas atléticas y sabía responder a cuanta estadística posible existiese en cualquiera de ellas. Salvo en béisbol, el deporte nacional ante el cual siempre me he sentido extranjero.
Con los años, aquellos diarios recortados fueron regalados o tirados, del mismo modo que las numerosas libretas de records, apuntes e históricas (Olimpiadas, Panamericanos, et al).
Sin saber exactamente la razón o acaso porque la misma vida te dicta otros enfiles por sus caprichosos enroques, excepción hecha momentos muy puntuales (Cuba en finales olímpicas, los juegos de clausura de la Copa del Mundo de Fútbol, alguna buena carrera de Atletismo o los combates del practicado y aun querido Judo), comencé un paulatino proceso de desamor hacia leer de o ver deportes.
Dos seres de nuestro mundo, aunque parezcan de otro, me han hecho reconsiderar el asunto en los años más recientes. Son talentos superdotados, genios de los que nacen dos cada tres siglos. Sus habilidades deportivas los hermanan, aunque por sus proyecciones vivan en las antípodas. El jamaicano Usain Bolt: actor sin comparación posible, deidad del carisma, un tipo quien goza a la cámara y efectúa representaciones antológicas para su público (ese flechazo a los cielos forma parte de la memoria visual del género humano hoy día). El argentino Lionel Messi: la timidez personificada, la renuncia absoluta al aspaviento.
Aunque ame al par con similar intensidad, esta columna -escrita por supuesto desde la perspectiva de un periodista no especializado, sino con la pasión de un hincha sobre el teclado del ordenador- no va dedicada al segundo por preferencia, sino por coyuntura. Este domingo 9, en Sevilla, nuestro hombre domeñó una de las poquísimas cimas que le faltaba trepar, al alcanzar, con dos anotaciones en el partido de su Barça contra el Betis, los 86 goles en un año natural y así sobrepasar la legendaria marca implantada por Müller en 1972.
Muy pocos dudan ya que el hijo de Celia y Jorge reciba en enero el cuarto Balón de Oro obtenido al hilo en su fabulosa carrera.
La comunión entre el metro y 69 centímetros de su cuerpo con el balón es un acto místico guiado por ángeles. Rueda a sus pies y pareciera no querer pasar a ningún otro futbolista si él no la entrega o la envía a puerta. Hace poesía en la grama, ejecuta pedagogía en el campo, traslada el arte de la predigitación al césped, anticipa en su mente el curso natural de las acciones.
Es crucial que existan seres como Messi en el deporte, mas no solo por su pericia técnica u olfato para el gol extraclases, sino (acaso incluso más que por lo anterior) debido a su conducta y sentido de la ética. Si se coteja cualquier declaración del rosarino con otra pronunciada por Cristiano Ronaldo, la diferencia es sustancial, porque en la suya jamás habrá los rasgos de petulancia, engreimiento, arrogancia e individualismo feroz del madridista.
El atleta está mostrando al mundo, en especial a la pléyade de millones de fans pertenecientes a las nuevas generaciones, un código moral marcado por el sentido de compromiso, la honestidad, el compañerismo, la gratitud, la tenacidad. La voluntad, en mayúsculas. Fue siempre así, desde que con 8 añitos se inyectaba diariamente en la pierna, sin poner un reparo, para poder crecer. Tampoco resultaron fáciles sus primeros días en Cataluña, en el 2000. Igual venció la depresión para salir adelante hacia su objetivo. Como bien dice el escritor mexicano Juan Villoro en su deliciosa crónica Lionel Messi: Infancia es destino (El Mercurio, Chile, junio de 2010), a los 13 años La Pulga “ya era un especialista en adversidades”. Sin embargo, Dios premia el sacrificio y le dio lo necesario para ganar las batallas.
En el citado texto del autor de Los once de la tribu, a quien debe leerse tanto como a Galeano cuando se intenta sentir las pulsiones y compulsiones del balompié, él remite a otro riquísimo material: “Messi atraviesa un estado de gracia que no se veía desde Maradona (…) La versión Xerox de Messi ocurrió el 18 de abril de 2007 contra el Getafe. Esta obra maestra produjo otra del periodismo, firmada por Juan Sasturain: Lionel Messi, autor del Quijote. Como Pierre Menard, el personaje de Borges, hizo de la copia un arte. Escribe Sasturain: ´En estos tiempos de fútbol mecanizado y jugadas preconcebidas con ejecutores obedientes, no es demasiado raro que se vean goles iguales a otros -hay infinidad de casos en que se repiten calcados circunstancias y desempeños-; lo extraordinario del caso es que, precisamente, lo que se veía mágicamente repetido era lo -por definición- irrepetible, lo excepcional: el mejor gol de la historia. El de Messi no era ni mejor ni peor: era, de un modo inquietante, igual. No hizo otro gol parecido ni lo copió ni lo imitó ni lo tradujo: simple, increíblemente, lo hizo otra vez´. No sabemos adónde llegará Messi. Sólo sabemos que no hay defensas ni cerraduras que puedan detenerlo”.

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