Julio Martínez Molina
En uno de los más recientes capítulos de la temporada al aire de South Park, ―esa serie animada estadounidense que, junto a otras muchas de allí o inglesas, no me canso de recomendar a ver si así se recesa un poquito de tanta Santa Diabla y congéneres de gritería televisual culebronera; o de esas emperifolladas blancas campesinas cubanas de tierras de miedo quienes nunca cogen la guataca―, Cartman y sus amigos del colegio se arman como guerreros de Juego de Tronos para entrar de primeros a las tiendas el 29 de noviembre, con el fin de comprar sus nuevas consolas de video. Sarcasmo a 90 grados, el episodio se mofa de las batallas campales producidas durante esa jornada (preludio de un mes de rebajas navideñas) en las grandes cadenas de tiendas distribuidas a lo largo de Estados Unidos. Dicho día es el denominado Black Friday (Viernes Negro), donde los primeros 30 clientes compran con un 80 por ciento de descuento y se pueden llevar a casa una pantalla de plasma de 200 pulgadas por 25 dólares, si no perecen en la lucha.
Ahora el gobierno fascista de Mariano Rajoy quiere tener su versión a la española, para callar un poco la boca ante la indignación popular ante su última ley mordaza. Los cristales de Barcelona reventarán más largo que los balones del Camp Nou; si bien todo este del quinto día oscuro tiene su doble cara.
Leamos cómo lo describe un análisis de Russia Today: “Las multitudes de estadounidenses que creen que vale la pena aprovechar las ofertas festivas en los hipermercados y comprarse productos electrónicos que realmente no necesitan son víctimas de una estafa gigantesca. Creyendo que pagan mucho menos por los productos de tecnología punta, los compradores que se lanzan sobre el altar de la locura del Viernes Negro pagarán más por estas cosas de lo que pagarían en otros periodos del año (…) La estafa funciona de dos formas. En primer lugar, los minoristas inflan artificialmente los precios de mercancías en los meses previos al Viernes Negro con el fin de hacer que los descuentos posteriores parezcan atractivos en comparación. Las escenas vergonzosas que vemos todos los años de los estadounidenses peleándose por televisores de alta definición son un ejemplo de control mental sobre las masas, en las que los minoristas implantan la ilusión de escasez de productos a precios bajos con el fin de crear una estampida artificial. En segundo lugar, incluso si los compradores logran conseguir verdaderos descuentos, muy probablemente acabarán comprando también otros productos a un precio en el 98% de los casos por encima de su valor. Además, se puede encontrar los mismos productos a precios más bajos en enero sin necesidad alguna de hacer colas o participar en 'peleas' y disturbios a pequeña escala. Sin embargo, la demanda es considerablemente menor tras el Año Nuevo, a falta de los actuales niveles de publicidad psicótica (…)”.
Nota aparte, y sin desmentir a los rusos, muchos americanos amueblan su casa el Viernes Negro con menos de 500 dólares: la verdad sea dicha.
En estos momentos leo los Cuentos Completos de Virgilio Piñera. Presenciar las “Semanas Negras” en las tiendas cienfuegueras resulta el complemento perfecto para esos textos de nuestro gran representante del absurdo. Tubos fluorescentes, por miles y miles, arribaron a los “Walmart” locales. Colas prolongadísimas, puesto que se habían evaporado por mucho tiempo. En este universo nos comunicamos en circuito cerrado, la piedra de Sísifo nos rompe la frente una y otra vez, navegamos sin saber si hay puerto como el barco de la malita teleserie homónima española. Es que con Marx aprendimos que períodos de desabastecimiento conducen, entre tantas repercusiones, a situaciones tales. No sucede solo con los tubitos. A cada rato se esfuma cualquier cosa, hasta el papel sanitario, sin explicaciones, sin comentarios.
El fenómeno tampoco es privativo de tales tiendas. Del jabón de lavar de seis pesos y el lavavajillas en pote de catorce, ubicados cuando aparecen en los mercados industriales, ya no puedo hablar más, por reiterativo. En las llamadas “Cadenas Especializadas” ―¿en qué se especializan, salvo no sea en caros paquetes de galletas partidas?―, las fugas son marcadas. Los pomitos de mayonesa de 28 pesos, los peters* de diez, el chocolatín de seis, el sirope de cola de 30, los intermitentes productos de nuestro piñeriano e inefable Combinado Lácteo y las barras de dulce de guayaba Ceballos de quince o los potecitos de siete de Los Atrevidos están en existencia solo por rachas. Por cierto, aunque me gusta viajar casi menos que a Lezama, hace poco debí desplazarme al Camagüey. Allí y en Ciego de Ávila, las mencionadas barras valen once pesos. Sí, dirán, por la cercanía con Ceballos. Pero también salen más baratas en los “Conejitos” (el nombre no se le ocurriría ni al más vitriólico escritor de Los Simpsons) de las provincias limítrofes con la nuestra. ¿Será que de verdad nos creemos lo del “nivel adquisitivo del cienfueguero por arriba de la media nacional?
Por Dios, ¿porqué tanta irregularidad, tamañas inconexiones, semejante falta de previsión…? Cuba dice, sí; pero hace falta que hablen quienes tienen voz y voto en este océano de incertidumbres de nuestras redes minoristas, TODAS.
(*) barra de chocolate.
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