Julio Martínez Molina
En La crucifixión de Pe, comentario publicado hace tres semanas, aludíamos a las invectivas propaladas en los medios y la industria audiovisual estadounidenses contra la actriz española Penélope Cruz, por suscribir, junto a otro centenar de colegas nacionales, un manifiesto en contra del holocausto en Gaza, el cual dejó en 50 días de ataque un saldo horrendo de 2 mil 142 palestinos destrozados por los misiles (512 de ellos niños), 11 mil 100 heridos 540 mil desplazados, 55 mil viviendas dañadas, 217 escuelas y 32 centros de salud bombardeados. Las pronunciaciones aisladas no complacieron al titiritero sionista y este ordenó a medio Hollywood que firmase otra carta -la verdadera contrarrespuesta yanki-, a favor de la invasión israelí-norteamericana a la franja palestina. La misiva representa una de las grandes perlas demagógicas de la literatura epistolar del siglo XXI. Tras leerla e interpretarla, puede afirmarse que resulta tan mendaz, manipuladora, sesgada (y además bien escrita: hoy día la mentira contrata redactores precisos) como la signada por el rey Juan Carlos Borbón en su abdicación. Aunque mucho más burda.
La carta del Hollywood pro-sionista, igual de criminal al peor de los ataques aéreos, afirma en su tercer y penúltimo párrafo: “No se puede permitir que Hamas lance una lluvia de cohetes contra ciudades israelíes, ni puede mantener como rehén a su propio pueblo. Los hospitales son para curar, no para esconder armas. Las escuelas son para aprender, no para el lanzamiento de misiles. Los niños son nuestra esperanza, no nuestros escudos humano”.
En cuatro oraciones lo trastocaron todo, acorde con la plataforma de propaganda básica de la Casa Blanca, refrendada por los grandes medios corporativos las 24 horas. Ni Israel ni Estados Unidos (que lo apoya militar, económica e ideológicamente), ninguno de los dos incluidos en una sola línea del texto por cierto, son los causantes del conflicto. La lluvia de cohetes es lanzada, según esta óptica, contra el Estado a resguardo y sin casi víctimas; o sea el de verdad encargado de asesinar a mansalva a mujeres, ancianos, enfermos hospitalizados; de eliminar de la devastada infraestructura gazatí hasta a las escuelas. Acorde con los presupuestos enarbolados por la carta, el pueblo palestino está cautivo, como el de Venezuela, Cuba, Ecuador (el guion básico eterno) y puesto que los hospitales/planteles educativos son centros de ataques, es lícito borrarlos del mapa. Así se operan en la práctica. Tan siniestros, asqueantes, justificadoras de la agresión dichas letras, que ni al ministerio de Propaganda hitleriano se le hubiera ocurrido jugada semejante.
¿Y quiénes firman? Los dueños del imaginario cinematográfico mundial; los artífices de la industria dominante de los mecanismos de exhibición y distribución planetarios; los ídolos de millones de personas, a la manera de Sylvester Stallone o Arnold Schwarzenegger. En la nómina de 200 personalidades hay de todo, desde los hermanos Coen (importantes directores cuyo origen judío los impele a estampar su nombre) hasta Aaron Sorkin (notable guionista también de ascendencia hebrea), u otros de iguales raíces; pero también gente como las mencionadas, quienes al menos genéticamente -no así en el orden financiero-, ninguna relación guardan con Israel.
Que respalde semejante patente de corso de Hollywood al holocausto en Gaza no resulta nada extraño en Stallone, quien puso rostro al ultraimperialista personaje de Rambo en aquella ignominiosa tetralogía; ni tampoco en Arnold, protagonista de engendros pro-carnicerías yankis como Daños colaterales; el hombre cuya gobernatura en California intentó abolir las bibliotecas. El ex actor porno y la mole austríaca, reunidos para su ancianidad en la aparentemente inofensiva trilogía Los mercenarios, comparten detestables patrones ideológicos y profesan ambos un sentimiento desmedido de gratitud por las administraciones del país donde se hicieron famosos.
Que cartas semejantes provengan de Hollywood resulta harto usual en nuestro torcido mundo. Se trata del principal aliado histórico de Washington, su misil más poderoso, el colaborador indispensable del Pentágono. El cine norteamericano está defendiendo la “causa” de sus gobiernos desde hace dos siglos. Una película bélica como Lone Survivor (2013, de estreno reciente en todo el mundo), tan en la línea tradicional del género allí, supone una afrenta imperial de consecuencias análogas a las de cualquier bombardeo real.
Solo mediante la inmersión definitiva de cinematografías nacionales, la articulación de propuestas alternativas al discurso hegemónico, la educación estética y la cultura política de las nuevas generaciones, el mundo podrá salir, algún día, de la colonización audiovisual norteamericana. Sin renunciar al magnífico cine y la formidable teleficción realizados en esa nación. Se trata tan solo de abjurar de la mentira, del patrioterismo, la doctrina del destino manifiesto, la sublimación de un modelo cultural; nunca de ignorar el extraordinario patrimonio fílmico de los Estados Unidos.
Cuando eso suceda, cuando exista una cultura universal basada en el acceso real a todos los conocimientos o modelos de pensamiento, nadie se sentirá confundido a la hora de saber dónde está la verdad: si en la carta de los cineastas españoles contra el genocidio en Gaza, o en la de los gringos nativos o nacionalizados a favor del asesinato masivo contra el pueblo palestino.
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